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DESDE BEIRUT | Crisis en Líbano
Columna
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Método rápido de adaptación libanesa

Reina la confusión entre los especialistas, tras la compungida comparecencia en televisión de Fuad Siniora, el lloroso primer ministro suní del Gobierno libanés, el llamado portero de los Hariri. Su llamamiento a la nación, más que tranquilizar, ha resultado inquietante. Por un lado, reprochaba a Hezbolá la pérdida de vidas inocentes y llamaba al diálogo, una vez más, como si su coalición no hubiera participado, también, en la sordera nacional hacia el otro que constituye un vicio generalizado.

Por otra parte, Siniora dejó muy volátil el tema de la forzada dimisión del jefe de seguridad del aeropuerto -acusado por Walid Jumblatt de practicar espionaje para Hezbolá- y el otro no menos espinoso asunto de la red de comunicación que el Partido de Dios intenta establecer no sólo para hablar por teléfono, sino para "defender al Líbano de Israel". Dijo que ambos decretos aún no eran en firme y que el Ejército tenía la última palabra: una de arena para la oposición. Sin embargo, los libanólogos, que ya están casi chalados, ignoran si el Ejército tiene potestades para ello o, sencillamente, le están echando la patata caliente a su tejado.

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En medio de este despelote típicamente libanés -"Estamos locos, ¿no?", me pregunta retóricamente Habib, dueño del cibercafé desde el que trabajo porque el wifi de Wigo ha sufrido una avería nacional-, en diferentes lugares del campo y la montaña se están produciendo intranquilizantes incidentes, mientras que la humeante Hamra ha vuelto a la normalidad. Es decir, ha cambiado de amos y se muestra apacible. En donde reinaban los retratos mastodónticos del Megamártir Rafik Hariri y de su hijo Saad, actual jefe de la coalición 14 de Marzo, y el mayor perdedor de la batalla de los últimos días, un elegante vacío se extiende por las arterias comerciales de Ras Beirut. Ningún retrato de barbudo ha sustituido a las poses a la Purísima Concepción de Hariri padre y Hariri hijo en medio de un cielo azul esperanzado que poco hacía prever la desbandada de sus milicianos ante el empuje de Hezbolá.

Hamra está en calma. Demasiado en calma. Con pocos desperfectos y sin matones ni signos de fuerza en las calles. Sólo el Ejército, con sus juguetitos pero ejerciendo de policía de tráfico y la mar de amables, todos, con los periodistas. Mi amigo Ossama me sonríe: "Se ha acabado la lucha en Beirut. Ahora iremos a por las montañas". Otro me recibe en su casa, en bata, y tras dar gracias a Dios porque al fin tenemos lo que queríamos, me prepara un nescafé. Otro se regocija porque siempre quiso que el partido de Alá controlara sus calles y, al parecer, sólo había fallado en comunicármelo.

Tienen un morro que se lo pisan. "No es tan fácil", asegura un amigo mío. Según él, esta victoria chií es engañosa. "Lo que queda de los suníes se reagrupará". En cualquier caso, fuera de Beirut está empezando a ponerse fuerte la historia. Y no lo olviden: esta guerra empieza igual que la de 1975, porque una burguesía (suní-cristiana) no quería compartir el poder con los chiíes que hoy, 30 años después, son mayoría. Así que a verlas venir.

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Entretanto, el propietario de Short Way (premonitorio nombre), una pequeña tienda de moda en la calle Hamra, ve cómo los milicianos de un partido prosirio libanés y nasserista, que estos días ha recuperado esplendor, le ayudan a transportar en una camioneta los maniquíes rotos y los cristales del escaparate. "¿Mal?". "¡No!", sonríe, ilusionado. Al menos, ya no hay retratos de los Hariri. "Eso sí". Sigue sonriendo.

Pero sé que me está engañando.

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