Toreando bajo la lluvia
Las corridas en 'mojado' constituyen un riesgo añadido tremendo
Varias generaciones de seres humanos nos hemos entusiasmado con la memorable escena de Gene Kelly chapoteando con su paraguas y bajo la lluvia, en la figurada acera de París. Eso era en el cine, que siendo tan verdad es cartón piedra, que no mentira. Pero en Las Ventas torear bajo la lluvia es un riesgo tremendo, añadido al que ya existe en el enfrentamiento con un toro de lidia.
La polémica rodea además las corridas "en mojado": si los toreros son modestos y sin muchos contratos quieren torear aunque sea poniendo en riesgo su equilibrio e insisten al presidente para que el festejo se celebre "bajo su responsabilidad". Es el estado del ruedo -o la fuerza del viento como aquella frustrada reaparición de Antonio Ordóñez en Jerez en 1979- el que determina si una corrida puede celebrarse. Y es el consenso entre toreros, sus cuadrillas, la empresa y la presidencia lo que finalmente acuerda su celebración, suspensión o aplazamiento. Cuando pese a que caigan chuzos de punta y el ruedo esté lleno de charcos, se decide celebrar la corrida, la presidencia debe advertir a los diestros que en ese caso ellos y los sufridos espectadores deben aguantar hasta el final. En mi vida de aficionado de Las Ventas he visto triunfos memorables bajo la lluvia, como el protagonizado por José Tomás el Día de San Isidro de 1998 con un toro de Los Bayones, o las agallas de Juan José Padilla y José Ignacio Ramos con dos torazos de Miura de impresionante trapío; pero también recuerdo suspensiones injustificadas como una en los años ochenta en la que Roberto Domínguez se quedó sin torear por el escaso interés mostrado por sus dos compañeros de terna, quienes en la inspección previa del estado del ruedo se negaron en rotundo a correr más riesgos.
En la decisión de si se celebra o no una corrida de toros, el público es mero paciente de la última voluntad que asumen la autoridad y los actores. Una de las mejores expresiones de felicidad que conozco es la que con alegría pronuncian los espectadores cuando, tras la previa deliberación entre toreros y presidencia y tras un recorrido por el ruedo de ambos para comprobar el estado del piso-término exacto, acuerdan celebrar la corrida y dicen: "Se da, se da". Todos con la almohadilla bajo el brazo, el programa en la mano, la gabardina, la trinchera, el chubasquero o el plástico de usar y tirar, se abalanzan sobre sus localidades para presenciar una corrida en la que aunque mengüen las posibilidades de visión porque el señor de delante no sabe colocar bien el paraguas, y de entusiasmo, porque es difícil aplaudir con las manos tan ocupadas, ello no impide que sea nuestra garganta la que ruja con el arte en el ruedo con un ronco "ole" o un moderno "bieeeennn" y deje testimonio de que la afición está por encima -en este caso por debajo- del diluvio universal. Pero sé que algunos -cada vez más- anhelan que Las Ventas sea en unos años el Las Ventas Arena (por supuesto multiusos y polivalente y algo así como la T-4 del toreo), cuyo techado móvil de última tecnología diseñado por Foster, Moneo, Calatrava, Rogers, Isozaki o Lamela garantice a los toreros una mayor seguridad, a los espectadores más comodidad y a algunos les prive de todas estas incomodidades, de la épica de lo que es relatar esa faena excepcional de la que está llena la historia de la literatura taurina y de la inesperada intimidad que las parejas encuentran bajo la lluvia en las varillas de un eterno paraguas.
Babelia
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