Una calle de cal para Pablo García Baena
En la casa cordobesa del poeta, premio Príncipe de Asturias en 1984, conviven los libros y los santos
"Siempre fui muy amigo de los santitos", dice Pablo García Baena en su casa de Córdoba repasando con la mirada las tallas de vírgenes y santos que conviven con los libros en la biblioteca. "Son cosas de familia", recuerda. "Me las dio una tía mía porque notó que de niño me fijaba en las cosas antiguas". La vivienda del poeta está en una calle de cal como la del poema que él mismo dedicó a la ciudad en la que nació hace 84 años. "No había más belleza en este mundo", dice también un verso de esa evocación de Antes que el tiempo acabe. Ese libro y los otros nueve que componen su poesía completa acaban de reeditarse juntos en la editorial Visor. Allí se recogen títulos como Antiguo muchacho, Fieles guirnaldas fugitivas o el reciente Los Campos Elíseos, que hace dos años rompió un silencio de 16. No ha tocado una sola palabra: "Eso queda para Juan Ramón, que corregía sin parar. Es una de mis devociones, por cierto, una veleta fija". Pese a que García Baena sólo ha publicado diez libros en sesenta años, él quita importancia a su discreción. Y eso que forma parte ya de la leyenda: sus años en el grupo Cántico, la incomprensión de la posguerra hacia aquel universo de clasicismo hedonista, la travesía del desierto, el reconocimiento de los jóvenes, la vuelta a la luz, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1984, los nuevos libros.
Pagano y cristiano a partes iguales, el poeta volvió a Córdoba hace cuatro años después de pasar casi cuatro décadas en Málaga. Su casa actual, reconoce, es casi una reproducción de la malagueña. La distribución del espacio se lo puso fácil: "Los amigos me dicen: 'Es como Benalmádena, pero sin mar". Menos el Mediterráneo, en efecto, queda todo lo demás: los cuadernos en los que escribe, los diccionarios que consulta sin parar, los cuadros que le han ido regalando amigos pintores como Ginés Liébana o Miguel del Moral. Junto a ellos, un dibujo de Lorca. "Falso, imagino", dice García Baena con una sonrisa. En la misma estancia, bañados por la luz sin freno que llega del patio, un sillón de orejas y una mesa camilla cubierta con un cristal bajo el que reina un enorme retrato de Luis de Góngora, otra "veleta fija" para su paisano. Como San Juan de la Cruz. "A otros ya no los leo con el mismo fervor. A Cernuda, por ejemplo", dice con cierto pesar de un autor que fue un faro para los poetas de Cántico. Ellos fueron, en los años cincuenta, los primeros en subrayar la valía del autor de La realidad y el deseo, exiliado en México. Bromeando con las malas pulgas del sevillano, García Baena reflexiona: "¿Será que para ser gran poeta, pura divinidad, hay que ser arisco? Los mediocres somos mejores personas".
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