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Columna
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Serrano, 226

Vicente Molina Foix

No más conocido como el inquilino del Pisuerga número 7, Juan Benet tiene una prehistoria madrileña en otros domicilios, de los cuales el 10 de la calle de Alfonso XII y el 3 de la de Alberto Bosch quedan reflejados en unas estupendas evocaciones que su hermana Marisol ha escrito con motivo de la exposición de homenaje al escritor-ingeniero, abierta hasta el 22 de mayo en la sede del Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos (Almagro, 42). A través de los ojos de la hermana, la mayor y única de los tres Benet Goitia en vida, vemos a un niño, el futuro autor de Una meditación, escapándose a jugar al Retiro con el hijo del portero de la casa de Alfonso XII y haciendo el payaso, un arte que Juan Benet no dejó de practicar y refinar hasta el fin de sus días, y en el que, como en su obra, sabía unir lo sublime y lo grotesco.

No he olvidado esa dirección donde entramos para conocer al novelista Juan Benet

Las funciones teatrales en grupo que se daban en la calle del Pisuerga adquirieron cierta nombradía en el Off Off Madrid de los años ochenta (con reseña de Ángel S. Harguindey, en este mismo periódico, incluida), aunque yo tengo en mi memoria preferencia por los one man shows que Benet hacía en las fiestas navideñas para amenizar a sus hijos y a algún huérfano amigo, y en las que, con estrafalario disfraz, interpretaba las desventuras de un inventado Profesor Calefato. Pero el humor disparatado no desaparecía ante la gravedad; recuerdo también, en otra Navidad, la de 1992, en que ya no pudo haber actuación calefata, a un Juan muy enfermo y sometido al durísimo tratamiento oncológico, que, entre otros efectos, le producía una total inapetencia venérea. "Eso lo llevo como una bendición, y no sólo porque me acerca más al gran impotente Henry James". Catorce días después de aquella broma moría Benet en su cama de la calle del Pisuerga, 7.

El Benet adolescente de los años 1940 parecía un trasto, leyendo únicamente tebeos, dibujando caricaturas y haciendo el gamberro, lo que, naturalmente, causaba preocupación a su madre, doña Teresa Goitia, una mujer vasca "con mucho genio", en el trazo de su hija Marisol. Aun así, Juan no suspendía en el colegio, y el segundo hijo, Paco, malogrado tempranamente pero de enorme influjo en las ideas y los gustos de Juan, le decía entonces a la atribulada doña Teresa: "Tranquila La Madre, que Juan sabe". (La Madre con mayúsculas: así era llamada en el ámbito familiar por los tres hijos). Los primos Chueca Goitia, y en especial el arquitecto e historiador de arte Fernando, fueron figuras importantes de aquel tiempo, y Juan Benet siempre decía, con la modestia de quien desde jovencito se supo rodear de mayores sabios, que todo su vasto conocimiento de pintura y arquitectura se lo debía a su primo Fernando, quien fue, por ejemplo, el primero en darle a conocer y hacerle admirar al grandísimo arquitecto británico Lutyens, entonces nada a la moda.

Serrano, 226. No he olvidado esa dirección, y el piso amplio, lleno de libros, en el que un día de otoño de 1967 entramos Pere Gimferrer y yo para conocer al recién descubierto novelista de Volverás a Región. Nos abrió la puerta la primera mujer del escritor, doña Nuria, como la llamaba el propio Juan, y, con el mismo humorístico respeto, todos los amigos que fuimos llegando a aquella casa, en la que correteaban los cuatros niños del matrimonio.

Hija del escritor catalán C. A. Jordana, exiliado republicano que hoy está siendo recuperado literariamente, doña Nuria, muerta en circunstancias trágicas en 1974, era una mujer inteligente y dulce, y una fan infalible no sólo de los libros, sino de las astracanadas benetianas. Sus fotos en la exposición del Colegio de Ingenieros de Caminos me han devuelto su cálida presencia y un especial afecto por aquella casa en la que sólo hubo oportunidad de visitarles cinco años. En 1972, en palabras de la Cartografía Personal redactada por el propio Juan, los Benet se trasladan "a vivir a una casa edificada durante la República al estilo Bauhaus madrileño en la calle del Pisuerga, en el barrio de El Viso".

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La exposición, que lleva el título de Rutas, no está a la altura, física e intelectual, del escritor. Apelmazado su material en unos paneles más bien feos, parece, como me dijo el pasado martes el amigo barcelonés con quien la visité, "una muestra didáctica de un pequeño país del antiguo telón de acero". Para el aficionado a la singular literatura de Benet, las fotos y (reducida) memorabilia que puede verse en su querido Colegio de Ingenieros constituirán sin duda motivo de interés, diversión y hasta ternura, destacando la secuencia completa de fotos teatrales, entre arnichescas y calefatas, en que Juan, acompañado en una por Javier Solana y Máximo Cajal, se hace el borracho bohemio junto a una farola de Praga. Para hacerle, sin embargo, justicia plena al autor, nada mejor, aprovechando los senderos abiertos por estas rutas iconográficas, que leer sus libros. Benet sigue cabalgando, entre algún que otro ladrido.

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