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Columna
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Plebiscito sobre Ibarretxe

Una mala herencia de Mayo del 68 es lo que bien podría denominarse demagogia plebiscitaria: el intento de halagar al pueblo dándole la palabra para decidir directamente, sin intermediarios, sobre aquello que los partidos son incapaces de resolver. Lo que Ibarretxe viene planteando, en diversos formatos, desde hace años.

Una derivación temprana de esa demagogia se experimentó en mayo mismo bajo la forma de asamblearismo. Recordaba Jean Daniel en un artículo publicado con ocasión del suicidio de André Gorz, en septiembre pasado, que en aquellos días de 1968 su amigo tuvo que mediar ante Sartre para que éste convenciera a los suyos de que renunciaran a su pretensión de someter los editoriales de Le Nouvel Observateur a la aprobación de las asambleas generales.

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Entre las numerosas manifestaciones de ese asamblearismo populista en el País Vasco, la más llamativa ocurrió a comienzos de los años 90: unas decenas de activistas más o menos ecologistas de la zona de Tolosa decidieron en asamblea popular impugnar lo acordado por las autoridades elegidas de Guipúzcoa y Navarra respecto al trazado de la autovía de Leizarán; fue el comienzo de un conflicto que, tras la intervención de ETA, se cobró cuatro vidas y cuantiosos daños materiales. Ya entonces, la superioridad de la democracia directa, la asamblea soberana, fue esgrimida contra las instituciones representativas.

Como el burgués que hablaba en prosa sin saberlo, Ibarretxe es un hijo de esa tradición que ignora serlo. En sus planes sucesivos lo que nunca cambia es su fe en los efectos milagrosos del pronunciamiento directo del censo vasco para conseguir lo que la política representativa no logra; por ejemplo, convencer a ETA de que desaparezca. Ayer dirigió una carta a Zapatero instándole nuevamente a negociar con él un acuerdo de convivencia, para lo que le anuncia el envío de una "propuesta abierta de pacto político".

La posibilidad de entendimiento es remota. El "pacto político entre Euskadi y España" que ofreció en septiembre pasado incluía como principio ineludible (junto al rechazo de la violencia, que debería darse por descontado) el compromiso de incorporar al ordenamiento jurídico el principio de respeto a la voluntad de los vascos, uno de los eufemismos de autodeterminación. Ese principio se plasmaría en una consulta a celebrar en octubre y que sería de ratificación del acuerdo con Zapatero, si lo había, o, en caso contrario, de mandato al Gobierno español y ETA para que negocien el fin de la violencia, y a los partidos vascos para que "alcancen un acuerdo de normalización política sobre el ejercicio del derecho a decidir del pueblo vasco". O sea, por una u otra vía, autodeterminación.

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Hace semanas que Zapatero adelantó su respuesta, reiterada ayer: que estaba dispuesto a hablar con el lehendakari pero para decirle que antes de cualquier negociación sobre la propuesta debería existir un acuerdo sobre su contenido entre los partidos vascos; y que, en todo caso, lo acordado debería respetar la legalidad constitucional y los procedimientos establecidos.

Esa respuesta indignó al Gobierno vasco, cuya portavoz dijo la semana pasada que se han perdido "179 días -los transcurridos desde la presentación de la propuesta en La Moncloa- para buscar la paz". No invocó la normalización o la superación del contencioso vasco, sino la paz. ¿Es ése el verdadero objetivo de la propuesta? ¿Se trata de convencer a ETA mediante la convocatoria de una consulta sobre el derecho a decidir? Si es así, hay una contradicción con la insistencia de Ibarretxe en no mezclar paz y objetivos políticos, confusión que su propia propuesta considera una de las causas del fracaso de anteriores estrategias.

Sin embargo, en otro lugar de la propuesta puede leerse que, dado que ETA se ha manifestado "en multitud de ocasiones" dispuesta a respetar la voluntad popular, una vez celebrada la consulta la banda "estaría obligada" a anunciar su decisión de abandonar las armas. Como si ETA no supiera que la mayoría de los vascos quiere que desaparezca. La parte milagrosa del asunto consiste en que si los vascos lo dicen en un referéndum, la banda no tendrá más remedio que obedecer y pactar su disolución. Demasiado candoroso como para tomarlo en serio.

De momento, sin embargo, el lehendakari tiene tareas más urgentes. El mes próximo debería celebrarse el pleno del Parlamento vasco que, según su hoja de ruta, decidirá autorizar la convocatoria de la consulta. Pero no sólo hay pocas expectativas de acuerdo con Zapatero, sino fuertes expectativas de desacuerdo de Ibarretxe con su partido. Está por decidir si aceptará o no los votos del Partido Comunista de las Tierras Vascas, sin los que la propuesta no prosperaría. Pero aceptarlo tendría consecuencias (políticas y electorales) para el PNV. Lo lógico sería que ese partido anunciase desde ahora su intención al respecto, pero es dudoso que Ibarretxe esté por la labor.

Y si la propuesta no sale adelante, su hoja de ruta prevé disolución y elecciones adelantadas al otoño, en las que Ibarretxe sería candidato con su propuesta como programa. Algo que su partido no desea: ni que se adelanten, ni que sean plebiscitarias ni, seguramente, que Ibarretxe sea, en esas condiciones, el candidato. El choque de locomotoras augurado puede producirse: entre el lehendakari y su partido.

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