Un hombre de Estado
Mi vida y la de Leopoldo Calvo-Sotelo han estado irremediablemente ligadas. Desde nuestra juventud coincidimos abundantemente. Trabajé bajo sus órdenes en Renfe y comenzamos a la vez nuestra carrera en política.
Muchas veces nuestras trayectorias se cruzaron de forma caprichosa: yo entré en el primer Gobierno democrático de Suárez cuando él salía del último predemocrático. Justo cuando yo abandoné el Ministerio de Industria, él se incorporó como Mr. Europa, el responsable de las relaciones con la Comunidad. Fue con su llegada a la presidencia del Gobierno cuando nuestra colaboración fue más estable y pude verle trabajar en un momento muy complicado.
Era un hombre de derechas, pero sumamente moderado y dialogante. Por encima de todo colocaba dos cosas: la monarquía y el Estado. De hecho, si hay alguna característica destacable en su vida es que, más que un político, fue un hombre de Estado que siempre impuso los intereses de la nación por encima de los suyos propios. Se trataba de un hombre hábil, pero la honestidad siempre estuvo para él por encima, por lo que en todo momento rechazó la tentación de maniobrar para perpetuarse en un poder cualquiera: desde su presidencia en Renfe, a la presidencia del Gobierno y de la UCD. Leopoldo concebía el orden democrático como algo que debía imponerse a todo, por eso no se asustó el 23-F cuando Tejero irrumpió en el Congreso e interrumpió su votación de investidura. Cuando nos ordenaron que no nos moviéramos, me acerqué a él y me tranquilizó: "Esto no acaba aquí". Y lo dijo porque estaba convencido de ello.
Quizás la prueba más destacable de su lealtad al ideal democrático la ofreció con la ley del divorcio que se aprobó bajo su mandato. Pese a ser un hombre profundamente católico, comprendió que el país necesitaba una legislación que fuera más allá de sus propias convicciones religiosas.
Otra prueba de su sacrificio a la noción de Estado la dio cuando en octubre de 1981, pese a la insistencia de muchos de sus ministros, que le aconsejaban convocar elecciones porque el momento era óptimo para ganarlas, él declinó hacerlo. En ese momento el país estaba en un momento convulso, con el juicio de los golpistas del 23-F todavía en curso. Leopoldo consideró la inestabilidad que podría suponer un parón en la gestión del país a causa de una campaña electoral y se negó, sobreponiéndose a sus intereses.
Su salida del partido también resultó ejemplar. Comprendió que se le iba de las manos una coalición muy convulsa y decidió renunciar para evitar más tensiones. El carácter dialogante fue otro de sus puntos remarcables. Recordaré siempre el día que se me acercó, siendo yo ministro de Defensa, y me dijo: "El Rey yo queremos que el líder de la oposición esté perfectamente informado de todo, así que habla con Felipe González siempre que sea necesario". Así lo hice, y nuestra relación con los socialistas fue fructífera para el país.
A través de su ministro del Interior, Juan José Rosón, se llevaron a cabo discretas negociaciones con ETA, que fructificaron en el abandono de los polimilis de la organización terrorista.
A sus ministros siempre nos concedió una gran libertad pese a ser un hombre muy escrupuloso con el orden. Recordaré siempre el orden que impuso en sus Consejos de Ministros, cómo priorizaba los asuntos más importantes. Con esas virtudes supo gestionar a la perfección un país en construcción, con un ejército formado todavía por mandos de la Guerra Civil.
Alberto Oliart fue ministro de Defensa en el Gobierno de Calvo-Sotelo.
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