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Columna
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Contrato de integración

Los españoles hemos importado desde principio del siglo XIX y de manera ininterrumpida ideas e instituciones en la definición de nuestra fórmula constitucional de gobierno. En los orígenes del Estado Constitucional fue, sin duda, Francia el país que más influencia tuvo sobre nosotros, como en general sobre los demás países europeos continentales. Después su influencia fue perdiendo intensidad, aunque no ha dejado de estar nunca presente.

Por lo general esa influencia ha sido positiva. De Francia se ha aprendido mucho y mucho bueno, pero no todo lo que se ha aprendido ha sido bueno. También, de cuando en cuando, nos vienen ideas que no aportan nada positivo a la organización civilizada de la convivencia, sino todo lo contrario.

Y una de ellas fue el famoso contrato de integración de los inmigrantes que se inventó el presidente Sarkozy en la última campaña presidencial y que tomó prestado Mariano Rajoy en la campaña de las elecciones generales del 9-M.

En una sociedad democrática no existe ni puede existir un contrato de integración. Lo que existe es un contrato social en el que participan todos los individuos mediante el ejercicio del derecho de sufragio. El contrato de integración es la participación en condiciones de igualdad en la formación de la voluntad general que es el contrapunto de las voluntades individuales, a través de las cuales cada ser humano en democracia organiza su vida como le parece apropiado.

La voluntad general constituida a través de las voluntades individuales que se expresan a través del ejercicio del derecho de sufragio es el marco para el ejercicio de la libertad personal. La libertad en el Estado Constitucional no es más que el ejercicio de la autonomía personal con el límite de la voluntad general. El límite es el elemento constitutivo de la libertad. Por eso es tan importante participar en la definición del mismo.

De esto es de lo que están privados los inmigrantes y este es el principal obstáculo para su integración. Su conducta está sometida a límites en cuya definición no participan. No es solamente la diferencia en lo que al ejercicio de los derechos fundamentales se refiere lo más importante, sino que lo decisivo es su condición de sujetos pasivos de decisiones políticas y de normas jurídicas que han sido creados por otros individuos con los que ellos conviven. El inmigrante comparte con los nacionales la obligación de cumplir todas las normas del ordenamiento sin haber participado en su creación. Mientras los españoles nos obedecemos a nosotros mismos al cumplir la ley, puesto que esta ha sido aprobada por nuestros representantes democráticamente elegidos, los inmigrantes no se obedecen a ellos mismos, sino que están sujetos a un mandato ajeno.

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O comparten con nosotros el único deber constitucional en sentido estricto que, tras la supresión del servicio militar obligatorio, permanece en nuestro ordenamiento, el deber de pagar impuestos, sin participar en la definición de los mismos. Esto sí que es un obstáculo para la integración.

Mientras no se empiece a pensar en el reconocimiento del derecho de sufragio a los inmigrantes, la prédica del contrato de inmigración será pura hipocresía, cuando no algo peor: ejercicio puro y simple de xenofobia. Es a lo que suena el "compromiso de integración" que se ha dado a conocer esta semana en la Comunidad Valenciana. Afortunadamente, la propuesta ha sido tan tosca que no ha engañado a nadie.

¿Por qué no pensar seriamente en reconocer el derecho de sufragio a los inmigrantes con un mínimo de residencia legal en las elecciones municipales y autonómicas en un primer paso? ¿No es mejor en este terreno, como en otros, coger el toro por los cuernos que el rábano por las hojas?

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