Insomnio

Cuando apareció el cadáver de Mari Luz Cortés, experimenté un síntoma físico peculiar. Fue como si la desolación vaciara mis huesos, porque los sentí repentinamente huecos mientras contemplaba las fotos de la niña, los rostros de sus padres, las imágenes de archivo del culpable. Mi cuerpo no respondía sólo al horror. También había rabia, impotencia, tristeza y, sobre todo, compasión en el sentido más clásico del término, el impulso de ponerme en el lugar de otra madre, de sufrir con ella, lo mismo que ella.
Hace unos días, las advertencias de Eduardo López-Palop, el juez encargado de la ejecución de las penas contra los maltratadores en Madrid, me devolvieron aquella conmoción. En un ejercicio de responsabilidad insólito en este país, donde la expresión "escurrir el bulto" parece integrar el decálogo profesional de cualquier cargo público, López-Palop decidió abrir a los ciudadanos las puertas de su juzgado, 7.000 sentencias pendientes de ejecución y sólo dos personas para tramitarlas, sin esperar a que sucediera una tragedia de la que justificarse. Su situación es tan intolerable, tan evidentemente vergonzosa, que no merece comentario, pero una de sus declaraciones volvió a suscitar mi compasión. Al llegar a casa, por la noche, y ver en las noticias que algún hombre ha asesinado a su esposa, el juez siempre se pregunta si será uno de aquellos a los que le ha resultado materialmente imposible meter en la cárcel, y esa noche no puede dormir.
En el discurso que pronunció al recoger el Premio Cervantes, Juan Gelman evocó al responsable del bombardeo de Hiroshima, que solía presumir de que durmió de un tirón esa y todas las demás noches de su vida. Mientras le escuchaba, pensé que el juez López-Palop bien puede estar orgulloso de su insomnio. A veces, las ojeras son una condecoración que no está al alcance de cualquiera.
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