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Columna
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Racismo

Paradójicamente, ha sido una manifestación del progreso alcanzado por una sociedad del primer mundo la que ha hecho aflorar la miseria en que malvivía un colectivo de ciudadanos en condiciones propias del tercer mundo. La construcción de una gran circunvalación ha permitido que la opinión pública gallega sepa que en la periferia de A Coruña existe un asentamiento de gitanos que viven en situación de marginalidad y que, al parecer, en su mayoría han venido subsistiendo gracias a la venta de drogas. Mientras estos ciudadanos vivían confinados en su gueto, resultaban prácticamente invisibles para la sociedad paya. Su visibilidad se hace patente, empero, cuando los poderes públicos se ven obligados a realojarlos y se plantea la posibilidad de ir integrando a diversas familias en barrios próximos. Es entonces cuando el conflicto social estalla en toda su crudeza, y los vecinos de esos barrios se movilizan para impedir que algunas familias gitanas ocupen las viviendas de protección oficial que se les habían adjudicado.

Atribuir peligrosidad a una familia que no ha delinquido resucita la Ley de Vagos y Maleantes

Paralelamente, este conflicto ha coincidido en el tiempo con otro rechazo vecinal al realojamiento (este efectivo) de varias familias gitanas en la provincia de Pontevedra, que se han visto compelidas a abandonar las casas que se les habían asignado ante el hostigamiento al que se han visto sometidas.

Es humanamente comprensible que a los habitantes de barrios de la periferia de las grandes ciudades, que no cuentan con los servicios sociales de las zonas más pudientes, les asalte el temor de que familias con antecedentes delictivos por hechos relacionados con la venta de drogas puedan llegar a formar parte de sus comunidades de vecinos. Y es comprensible también que se movilicen para conseguir que los poderes públicos adopten las medidas necesarias para lograr una adecuada integración de las familias gitanas en la sociedad gallega.

Sin embargo, lo que no puede admitirse es que, como ha sucedido en A Coruña, los vecinos realicen sus protestas a través de manifestaciones no autorizadas con cortes del tráfico que provocan graves alteraciones del orden público, y que no han desembocado en desgracias personales porque, ponderando las especiales circunstancias concurrentes (singularmente, la presencia de niños entre los manifestantes), la Delegación del Gobierno tuvo la prudencia de decidir que las fuerzas de seguridad no interviniesen. Y menos aún puede aceptarse que, como aconteció en Pontevedra, algunos vecinos, recurriendo a las leyes del far west o del hampa, hayan amenazado y coaccionado a varias familias de gitanos y dañado sus propiedades, según ha denunciado la Fiscalía. Con todo, lo verdaderamente preocupante es que, a través de páginas en Internet, se haya llegado al extremo de incitar a marcar las casas de los gitanos con una cruz, como sucedía en la Alemania nazi con los judíos, con lo que estamos ante un nuevo delito que hay que añadir a los tres anteriores y que vulnera derechos fundamentales: el de provocación a la discriminación o a la violencia por motivos racistas, definido en el artículo 510 del Código Penal.

Algunos representantes vecinales han argumentado que, más allá de estas manifestaciones aisladas, no hay racismo en la actuación de la mayoría de los vecinos, dado que -afirman- ellos no están en contra de los gitanos, sino sólo en contra de quienes cometen delitos. Sin embargo, el argumento encierra varios equívocos que conviene deshacer.

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Aun dando por sentado que algunos ciudadanos gitanos hayan sido condenados por delitos relacionados con la drogas, ello no convierte a toda la población gitana de un asentamiento en delincuente y menos aún la coloca en una especie de estado de peligrosidad criminal permanente de cara al futuro. Por tanto, atribuir tal estado a una familia que no ha delinquido supone resucitar los principios de la Ley de Vagos y Maleantes y de su sucesora la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, que aplicaban medidas de seguridad predelictivas sobre la base, no del hecho cometido, sino de los que el autor ("por su estado peligroso") podía llegar a cometer. Pero lo más grave del caso que nos ocupa es que tal estado de peligrosidad no es declarado por un juez, sino por un ignoto tribunal popular sin garantía alguna para el acusado, y que no se fundamenta realmente en una conducta previa del sujeto, sino en la constatación de una especie de peligrosidad objetiva del grupo en el que (por razones étnicas) se integra, o sea, en una peligrosidad por hecho ajeno. Casi nada.

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