Últimas tardes en el Amaya
Este Día del Libro se produjo el apagón descomunal del sistema del bicing y el consiguiente lío en la plaza de Catalunya, donde a lo largo de la jornada una buena cantidad de gente estuvo secuestrada con su bici por no poder devolverla a la autoridad cibernética de las medias horas y las correspondientes multas. ¿Por eso falla tanto el bicing, para cobrar las multas? En fin, que la electrónica quiso sumarse a esta fiesta rara de un día que siendo laborable no tiene razón, sino que es un día en que miles y miles de piernas y brazos y ojos logran salir de la oficina y de casa, o de donde sea que estén, para tomar la Rambla y sus aledaños, incluso el paseo de Gràcia, hora tras hora, cual viñeta de un grafitero visionario, como seguramente el día lo es para los publicitarios del ecuánime Ruiz Zafón y su ángel, los de la valerosa Najat el Hachmi y su patriarca, y sin duda para el delicado Monzó y sus cretinos que tienen el mérito de preparar la fiesta solos. Pero servidora estaba en la sala de cata del restaurante Amaya, conversando con Mireia Torralba, rogándole que no cierren y que conserven como puedan, y deben, si así lo puedo decir, el bar y su rápido, el restaurante en definitiva de los desayunos en la barra, de los menús en mesas compartidas y de las tardes y noches de vino y rosas.
Últimas tardes en el Amaya. Todo indica que no sólo cerrará al otro lado de la Rambla el Pastis evocado aquí por el no menos delicado Xavier Theros, sino este lugar. Nada de no-lugar ni de escombros ni de ruinas. El Amaya será completamente remodelado y en él se alzará un hotel. Sí, seguirá siendo restaurante y tendrá otro bar, pero...
Cuando el otro día entré, tras semanas sin ir, y vi la barra vacía, sin tapas, sin taburetes, sin las mesas del menú, me aturdí. Sólo veía vacío, alguien tras la barra trabajando cabizbajo y, aún más extraño, una puerta cerrada y una pared blanca donde antes estaban las mesas del menú. No sé cómo apareció el impecable José Luis Leno, camarero sin par, que me animó a cruzar la puerta. De sopetón, me topé con las dos mesas comunes que todavía resisten (antes había tres y media) y en la nueva promiscuidad -estaban abarrotadas- comí mi menú.
Empecé a renegar para mis adentros. ¿Qué hacía el camarero amable -especie en vía de extinción- cabizbajo tras la barra o saliendo de allí a todo trapo hacia fuera del local? Atender a la terraza, claro. José Luis, que ahora se ocupa del menú y no de la barra, me vio fruncir el ceño y, ante mis preguntas, sonrió con paciencia y me indicó que ahora hay que salir por la puerta del número 20, la del restaurante menos popular (el Amaya ocupa tres números de la Rambla, del 20 al 24, el bar está en el 24). Paciencia, decían sus ojos, o algo así. El Día del Libro supe más. Algunos antiguos clientes del Amaya se han alarmado antes que esta cronista y pidieron que se mantenga el rápido mientras no empiecen las obras. Por eso todavía tenemos las dos mesas del menú. Son las siete y media de la tarde mientras hablo con la nieta del senyor Antònio el capi, que transformó con su socio en 1941 el restaurante y bar como los hemos conocido, pero ya no estamos en el bar. Últimas tardes en el Amaya.
Mireia Torralba, de 33 años, es interiorista de formación y ahora jefa de sala. Su hermana Laia Torralba, de 30, es bióloga y la cocinera. Las dos conocen el negocio desde siempre. No saben todavía cuándo van a empezar las obras ni menos cuándo estarán terminadas. La idea es que en el número 20, ahora zona de servicios del restaurante, se abra el nuevo bar...
El hotel se llevará por delante los restos de los burdeles de los pisos superiores, donde todavía están (los restos). Testigos desde la posguerra, en el restaurante rápido han nacido tantas amistades y por la barra de tapeo ha pasado todo tipo de gente. Vecinos que allí tomaban su caña o su carajillo, mi amiga Mari Cruz Pascual, que ya no está para verlo, allí me declaré bruscamente ante Almodóvar como fan y salí pitando... Piénsenlo bien, por favor, señoras Torralba.
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