El virus que mató al primer tripartito sigue vivo
Pudo parecer que, superado el cabo de las tormentas en que se transformó el debate del Estatuto en la anterior legislatura, el tripartito catalán entraba, bajo la presidencia de José Montilla, en una fase de navegación a velocidad de crucero en aguas más tranquilas. Pero no ha sido así. En un año y pico de legislatura se ha comprobado que el nuevo Gobierno es también un mero agregado de tres partes, obsesionadas ante todo en diferenciarse cada una de la otra y en cuidar sus respectivas cuotas de lo que sea. Ya sea su cuota de programa, de poder administrativo, territorial, electoral, etcétera. Los partidos que lo integran apenas disimulan que tanto o más que socios son competidores, y a ello dedican sus mejores afanes.
No es una sorpresa. La competitividad en todos los órdenes es una de las características del sistema democrático. Los partidos compiten entre sí, pero los políticos también, y en primer lugar con los de su respectivo partido. Sin embargo, ahora sucede que el segundo tripartito ha sido atacado por el mismo virus de la insolidaridad entre sus componentes que puso fin al primero antes de plazo.
Cuando un partido se manifiesta en las calles, de modo organizado, formal, consciente, contra un acuerdo tomado por un gobierno del que forma parte, atenta directamente contra la misma esencia de todo gobierno: la idea de equipo que se ocupa, solidariamente, de aplicar un programa y afrontar unido los retos sobrevenidos que no figuren en él.
Si se retuerce el sentido de la solidaridad gubernamental hasta el extremo de graduarla de forma que sólo sean graves ciertas insolidaridades, y otras no, se está emitiendo a la ciudadanía el mensaje de que los miembros de este gobierno atienden a sus intereses de partido antes que a los del propio gobierno. O sea, esto no es un gobierno digno de tal nombre. Es otra cosa.
El tripartito catalán logró con su mera formación el objetivo histórico de la alternancia democrática en la Generalitat, tras 23 años de gobiernos del mismo color. Logró también el éxito de situar esa alternancia sobre el eje derecha / izquierda, algo que se había convertido en una necesidad de higiene política tras un empacho de nacionalismo, por moderado que ciertamente era entonces.
Los hitos principales de la gobernación de la izquierda desde 2003 han sido el fuerte impulso a las políticas sociales, el saneamiento de las finanzas de la Generalitat, el impulso a la revisión del Estatuto de Autonomía -es decir, de la relación de Cataluña con el resto de España- y, en general, la revisión también del modelo de relación de la propia Generalitat con la sociedad catalana, enrarecida por la extraordinaria duración del pujolismo.
Pero todo eso son logros anotados en la primera legislatura del tripartito, a los que nada nuevo se ha añadido de momento en la segunda. En todo caso, la aportación de la segunda legislatura podía ser la profundización en la eficacia de las políticas sociales y del esfuerzo inversor en infraestructuras, asuntos que por su propia naturaleza exigen plazos largos de tiempo para ser plenamente fructíferos. Y, si la estabilidad lo permite, afrontar algunos retos de gran magnitud como la reforma de los aspectos organizativos del sistema escolar.
Lo que se está viendo en estas últimas semanas, a raíz ahora de la sequía, pero antes también a propósito de la huelga de maestros y profesores, por poner dos ejemplos de relieve, es que este segundo tripartito está también infectado por el mismo virus de la insolidaridad interna que mató al primero. Aunque entre ambos hay una gran diferencia. El impulso que permitió alcanzar los logros del primero no da para más, mientras que subsisten las debilidades y defectos. Cabe preguntarse, por tanto, si la fórmula de gobierno no habrá agotado ya sus potencialidades. El problema no es que el partido pequeño sea más o menos intransigente, que el mediano sea más o menos inmaduro e irresponsable y el mayor sea prisionero de su patética impotencia histórica ante CiU. Todo esto está ahí. Pero el problema es la fórmula, que ya no da para más. El problema es que, ahora como antes, la pasividad del presidente ante la quiebra de la unidad de su Gobierno no se debe a su voluntad de no interferir en tensiones congresuales de los partidos miembros u otras cuestiones por el estilo, sino a una impotencia fruto de un modelo de pacto que sitúa a los partidos por encima del Gobierno. Si la izquierda quiere seguir gobernando, tendrá que ir pensando en otro modelo.
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