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Columna
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Atrapa el desastre

Hace unas semanas nos azotó un temporal de los que hacen época. En San Sebastián, por ejemplo, no se recordaba un desbordamiento del mar parecido: las olas entrando en tromba por las calles, el Paseo Nuevo descalabrado y por aquí y por allá inundaciones, pérdidas y destrozos. La noticia se difundió ampliamente por los medios de comunicación, con fotografías e imágenes en vivo que ilustraban muy bien la violencia de la marea.

Las razones por las que la naturaleza se desata pertenecían antes, en el pasado, a esos enigmas que al ser humano no le estaba dado descifrar o comprender del todo; escapaban a su entendimiento y su control. Hoy las vamos conociendo un poco mejor; sabemos que aunque una parte de esas razones siga siendo un misterio en cuanto a su lógica o su escala (al colosal tamaño de las eras más y menos glaciares), otra parte es sencillamente un efecto de la desconsiderada, depredadora, acción humana sobre el entorno natural. En fin, que aunque desde que el mundo es mundo el clima cambie por su cuenta, hoy ya sabemos que los seres humanos también lo hacemos cambiar, contaminando la atmósfera y acelerando así el proceso de calentamiento global; es decir, poniendo al rojo vivo un hornillo al que sólo le tocaba funcionar a fuego lento.

Estamos poniendo al rojo vivo un hornillo al que sólo le tocaba funcionar a fuego lento

Y vuelvo a las imágenes de San Sebastián y de otras ciudades de nuestra costa vapuleadas por las olas. Porque en nuestras pantallas vinieron servidas no con un acompañamiento excepcional: recapitulación de datos y llamadas de atención sobre el cambio climático; información precisa sobre los dispositivos que nuestras autoridades tienen previsto para proteger las costas de la anunciada subida del nivel del mar; medidas públicas o consejos privados para minimizar el impacto negativo de nuestros gestos más cotidianos sobre el medio ambiente..., sino con la guarnición de siempre: imágenes difundidas mayormente entre series de anuncios de los que incitan a consumir y a conducir. Sobre todo a conducir; y además por espléndidos paisajes, que ése es el reclamo publicitario más actual: ofrecernos meter un coche, es decir un tubo de escape, en los parajes más limpios, más intocados de la tierra.

Y parecería una cuestión de simple sentido común o de puro instinto de supervivencia que, ahora que el pobre planeta va de manera tan evidente a peor, los actos humanos -dirigentes y dirigidos- fueran decididamente a mejor. Y sin embargo no parece esa la tendencia, más bien todo lo contrario. Y yo contemplaba las imágenes de San Sebastián asolada por la marea, entre anuncios alegres e indiferentes, con una aprensión igual a la que me produce el delirante sobre-empaquetado de un número creciente de productos. Desde una tarjeta de memoria del tamaño de un sello encerrada en dos hojas de plástico y otras dos de cartón del tamaño de un sobre, hasta la comida: carne, quesos, verduras o frutas servidas en bandejas recubiertas de film, o yogures forrados además de cartón. La aprensión y el vértigo de representarse las secuelas planetarias de un centímetro o un gramo de producto por diez de basura.

En una de sus más recientes novelas, Atrapa la vida, Nadine Gordimer escribe: "El desastre es privado a su manera, como lo es el amor". Con esas palabras concluyo, porque ponen el dedo en la llaga de la responsabilidad de todos, en cada uno.

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