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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Volcanes inventados

1 - Nunca olvidaré el corredor de Saknussemm, en Islandia, por el que viajé fascinado y aterrado en días esenciales de mi infancia, y menos aún el volcán Sneffels, cuyo cráter -según nos descubriera Verne en Viaje al centro de la tierra- era la puerta de ese corredor, como tampoco se borrarán de mi mente nunca las lecciones de abismo que el profesor Otto Lidenbrock le daba a su joven sobrino Axel, que, intrigado y temeroso, se inclinaba sobre la chimenea central del volcán islandés y se daba cuenta de que una sensación de vacío se estaba apoderando de todo su ser. Sintiendo el pobre Axel que estaba abandonando el centro de gravedad y enajenándose de vértigo, pensaba: "Nada más embriagador que la atracción del abismo".

Esa atracción yo creo que Jules Verne la había registrado ya muy temprano en su propia vida, pero también en su admirado Poe y muy concretamente en un relato de éste, El demonio de la perversidad, donde un personaje al borde de un precicipio mira el abismo y siente malestar y vértigo y también atracción y reflexiona: "Porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él".

Tanto esas lecciones de abismo del profesor y geólogo Otto Lidenbrock como el profundo impulso de vértigo del personaje de Poe, me persiguieron en mi primera juventud y digamos que muy pronto trocaron mi fascinación por el vacío en una irremediable fascinación -ya para toda la vida- por el misterio de los volcanes, tanto por los reales como por los inventados, con preferencia para estos últimos, que se me presentaban más huecos que todos los otros juntos.

De los reales sólo puedo decir que el volcán de la isla de Pico en las Azores es, de largo, mi favorito. Una sola vez estuve en la isla y espero no volver nunca a ella, porque quiero conservar intacto el extraordinario recuerdo. Fue en febrero de hace unos años. En el tiempo de la recogida de las naranjas. Sé que en julio, las hortensias azules y blancas revisten las calles de la isla. Sé que en agosto, los lirios dominan el paisaje con sus colores amarillos y su dulce olor. Pero el volcán de la isla de Pico vivirá en mi memoria para siempre en el mes de febrero, entre brumas y naranjas, en un día de violento aire y de misterio por la ausencia hasta de almas en la casi etérea y al mismo tiempo contundente isla.

Sobre mis volcanes inventados -que ahora, alucinado, creo reencontrar en la obra de mi admirado Vicente Rojo, obra nueva, expuesta en la galería Artur Ramón de la calle de la Palla de Barcelona; una serie de fantásticas geometrías volcánicas de bellísimos colores, geometrías inventadas- debo decir que constituyeron ante todo muchas veces la geografía de un sueño muy recurrente en días ya lejanos, un sueño que consistía en un viaje completo al interior del globo terráqueo, un viaje a un interior que siempre se me aparecía iluminado eléctricamente. Era un periplo que se iniciaba normalmente cuando ingresaba por el cráter perfectamente circular de un volcán que coronaba severamente el triángulo, también perfecto, de la propia montaña o pirámide: un cráter de un extremado color abismo que parecía iluminar con fuerza la vasta iluminación eléctrica del centro del mundo, un centro que -dicho sea de paso- está normalmente en todos nosotros y al que hay que descender a través del círculo craneal -real o inventado, como uno prefiera- de nuestro cerebro abismal.

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- Fueron precisamente ciertas partículas volcánicas de ese círculo craneal las que, en días de extrema juventud, engendraron en mí un cierto de deseo de mimetismo que se centró muy especialmente en el volcán Tängri, de la novela El mar de las Sirtes, de Julien Gracq: una montaña salida del mar, un cono blanco y nevado flotando como un alba lunar sobre un tenue velo morado que lo despegaba del horizonte. Durante un largo tiempo, estuve convencido de que yo era el propio Tängri y de que encarnaba el núcleo vivo -su cráter nevado- de esa montaña. Todavía hoy en día mi obsesión existencial es mimetizarme en volcán Tängri, constantemente. Es más, creo ser, al igual que esa montaña, un triángulo de fuerza eléctrica de delirio onírico. Todo esto es más razonable de lo que pueda parecer a primera vista. En el fondo, los volcanes, reales o inventados, no son más que la búsqueda del origen, del comienzo de la vida y del arte. Un volcán resume mejor que nada la contradicción entre la belleza y el dolor. Un volcán es el origen y es también geometría de la erupción, mezcla entre la atracción y el rechazo.

En un volcán inventado estará siempre el origen de mis lecciones de abismo con el profesor Lidenbrock y la configuración idónea de mi encarnación del Tängri. ¿Cuántas veces habré descendido por esa profunda y ancha grieta que atraviesa las paredes laterales de ambos flancos de un Tängri en el que brota un resplandor rojo, que de pronto trepa en una repentina llamarada y más tarde se extingue abajo, en la oscuridad? Desde esos abismos sube un rumor y una conmoción, como de planchas enormes que golpearan y trabajaran... Es el arte, es la grieta del Destino.

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