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LLAMADA EN ESPERA
Columna
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'Baby Blue'...

Estrella de Diego

Es el año 1965 y en el Folk Festival de Newport sube al escenario un tipo que está a punto causar un motín. Le conocen por sus baladas, las que canta a solas con la guitarra. Pero ese día Bob Dylan decide dejar guitarra y baladas y sumerge a los desconcertados asistentes en la estridencia de Maggie's Farm, acompañado por una banda. Gritan, protestan. Se larga.

Vuelve a subir un momento. Da un bis, la versión acústica de It's all over now, Baby Blue, y todos escuchan sin entender lo drástico de la canción, un perfecto ejercicio de camuflaje muy acorde con los tiempos: la letra presagia el estallido que está a punto de explotar. "Olvida a los muertos que has dejado, no van a seguirte", canta Dylan. "Se acabó, Baby Blue", remacha en el estribillo.

"Se acabó", dijo una generación entera en el campus de Berkeley. "Tiene que acabarse", arengaron algunos políticos hasta que les cerraron la boca de un disparo. Se craquelaba el absurdo sueño americano de los años cincuenta, construido sobre una felicidad manufacturada y corporativa; sueño terrible disimulado tras las casas con jardín, las amenazas nucleares y los electrodomésticos.

Le sustituía otro sueño, el de Martin Luther King y los grupos anti Vietnam, pacifistas convencidos. Alan Watts, la psicología transaccional de Tim Leary y el propio Huxley estaban en la base de esta revolución que se llamaría "contracultura", origen de buena parte de las propuestas más interesantes de la segunda mitad del XX. Lo contracultural optaba por planteamientos capaces de suprimir las barreras entre los géneros, subvertir las jerarquías y revisar el sistema dominante de producción, cultural también, sometido a las leyes del mercado y al poder. Siguiendo la lección de Ginsberg, lo importante era buscar el camino, no encontrarlo. "No voy a ningún lugar concreto", aclaraba Dylan en Mr. Tambourine Man.

Por esas mismas fechas la lucha se preparaba en Europa. Allí también se dejaban ir, aunque de manera diferente. Guy Debord hablaba de "la deriva", táctica de la Internacional Situacionista (IS) que consistía en reconocer los cambios que van apareciendo en las ciudades y el modo en el cual se corresponden con diferentes estados de ánimo. No andaban tampoco muy alejados situacionistas y contraculturales en sus posiciones respecto al "arte". Debía ser poco artístico para no ser absorbido por la voraz lógica del sistema, esa Sociedad del espectáculo que daba nombre a un libro de Debord, manoseado por cierta intelectualidad despolitizada que lo toma como punto de partida para un arte relamido y repetitivo -no me extraña que harto de sus seguidores Debord se suicidara-.

No era ése su mensaje. Era infinitamente más contracultural que las recientes lecturas academicistas, sobre todo desde Estados Unidos, donde se apadrina a Debord como el más radical, un poco porque es francés -y por lo tanto producto con pedigrí- y un poco porque mirar hacia la propia contracultura, reflexionaba Peter Stein, es enfrentarse con una dolorosa memoria histórica puede que aún hoy sin resolver. De modo que la IS recorría un camino semejante al de los filósofos franceses: volvía a Europa tras recibir las bendiciones y los locales asumían las propuestas domesticadas, desactivadas, reauratizadas.

No, si al final va a tener razón William Borroughs al decir que no mata la bala, que mata el agujero. Por eso, si a alguno de ustedes le da por ponerse contracultural esta semana no hable de Debord y menos del 68 pues, aunque existió pese a lo que se dice por ahí, puede llegar a convertirse en otro fetiche cultural de esos que tanto gustan a la "sociedad del espectáculo" -perdón por la cita-. -

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