Llevar los pantalones
Un servidor tuvo una madre que vivía en un piso muy pequeño, tenía una máquina de coser y un pajarito, y era modista de pobres. Un servidor tuvo, además, otra madre -hermana de la anterior- que también me dio lo mejor de sí misma, vivía en un piso enorme, lleno de chicas que cosían, y era modista de ricos. Las dos madres nunca lo pretendieron, pero por esa doble razón tuve que ser un jovencito que entendía de modas, aunque no de mujeres, porque eso es mucho más difícil y suele entrar en el reino de la exquisitez. Entender de modas significó siempre entender de faldas, en el mejor sentido santo de la palabra. La falda era una definición: la de la mujer. Era un termómetro de las costumbres, por su longitud variable, y era una de las bellas artes, por la sabiduría para cruzar las piernas.
Me temo que más me hubiera valido no criarme entre modistas, sino entre sastres, porque ahora casi todas las mujeres llevan pantalones. En una ciudad tan característica como Barcelona, pienso que sólo llevan faldas una de cada 10, si me fío de mis ojos, y eso significa que no sólo ha cambiado la indumentaria, sino que ha cambiado todo, hasta el punto de que la perspectiva del mundo es ya otra. Se ha buscado la eficacia, porque el pantalón es más útil para trabajar, y ya son pocas las mujeres que se pueden quedar en casa; se ha buscado la comodidad, porque el pantalón requiere menos atenciones, y en fin, se ha buscado la igualdad, porque si hombre y mujer tenemos los mismos derechos, lógico es que vistamos las mismas prendas. Quizá nunca un simple cambio de atuendo ha significado tanto, ha sido el símbolo de un mundo nuevo, no sé si mejor.
Por supuesto, esta identificación de investiduras no significa la desaparición del rol sexual, que es una fuerza de la naturaleza, pero significa que cada cosa a su hora. Hace muchos, muchos años, cuando fui por primera vez a Nueva York, me llamaron la atención dos aspectos humanos: por una parte, muchísimas mujeres usaban pantalones, cosa que en Barcelona aún no sucedía, y por otra, había escaparates de lencería que en mi ingenuidad me parecieron atrevidísimos. Naturalmente, tampoco los había en Barcelona, porque la censura hubiera clausurado el escaparate y hasta cortado la calle.
Eso me hizo darme cuenta, por si no lo sospechaba, de que la mujer nunca renunciará a ser mujer, pero con una particularidad: allí la mujer lo era solamente a horas. De día podía ser obrera de la Ford o directora general, y por la noche amante, pero aquí aún era distinto. Aquí la mujer, con la falda, aún procuraba serlo siempre, aunque la falda pantalón fue un invento decentísimo de la época, para mí ideado por Pilar Primo de Rivera y la Sección Femenina.
Pero la eficacia ya empezaba a imponerse, aunque pensando sobre todo en el pudor. Ahora la eficacia y la igualdad en las piernas son la norma, y hasta se ha dejado atrás la libertad personal para entrar en las reglas laborales, donde la libertad raramente impera. Hay un litigio abierto sobre si las enfermeras pueden ser obligadas a llevar faldas o no, y sobre si en determinadas profesiones de representatividad, por ejemplo azafatas, se puede tener potestad para elegir o no la falda. Pienso que en este sentido las cosas sólo acaban de empezar e irán lejos, y que asistiremos a un nuevo concepto del trabajo -poco ligado con el sexo- como estamos asistiendo a un nuevo concepto del mundo, en parte lleno de contradicciones. Porque este nuevo mundo va dando a la mujer independencia, libertad, sabiduría y valor, pero no sé si ha mejorado su calidad de vida. Hace falta ser una heroína para trabajar y competir; ser madre hacia los 40 años, ya en el límite de la frontera (hasta hay una asociación llamada Child Free que dice que no has de ser madre nunca); llevar un hogar, y ayudar a pagar una hipoteca que a lo peor resulta ser luego una hipoteca basura. Y encima comprar lencería.
Una última observación sobre las enfermeras, una de las profesiones más abnegadas que existen: jamás se me ocurrirá entrar en un hospital para ver si llevan pantalones o falda. La verdad, si no me empuja el médico, yo no atravieso la puerta.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.