De acuerdo, pero en contra
Quería la Junta poner una cárcel para menores en Cartaya, entre Huelva y Ayamonte, pero Cartaya se ha librado de la cárcel. La Junta retira el proyecto, obedeciendo a un levantamiento cívico de miles de firmas que decían no a la cárcel juvenil. "Victoria del pueblo", dice Izquierda Unida, principal enemiga de la cárcel, aunque partidaria de que la hagan en otro sitio menos monumental. Cartaya tiene castillo, conventos, viejas mansiones señoriales, iglesia y campo de golf, cerca del mar. Los niños delincuentes merecen un nido más áspero, pues cada vez hay más maldad infantil-juvenil, e incluso hay partidarios de mandarlos a la cárcel a los 12 años. No es que IU, dice IU, no desee la reinserción del pequeño criminal, pero en algún lugar más carcelario, con menos posibilidades turísticas.
Existe un clamor que pide cárcel para el error más mínimo, más penas de prisión, y condenas más largas. Una ocurrencia política muy en boga exige, en cuanto ocurre un crimen especialmente repugnante o escandaloso, endurecer el Código Penal y pegarle una subida a las penas de un 30 o un 40 por ciento. Parece que esta especulación punitiva vende políticamente, aunque produzca una galopante inflación carcelaria. Lo contradictorio e incomprensible es que, si se habla de levantar una cárcel en un pueblo, como ahora en Cartaya, la multitud amiga de la severidad penal se rebele y proteste, en vez de montar una gran verbena para celebrar la construcción de una nueva penitenciaría.
El alcalde de Cartaya, socialista, es favorable a la cárcel para menores y acusa a la oposición de "falsear la verdad diciendo que los niños internos asistirían a los colegios y a las empresas de Cartaya, y que la localidad iba a llenarse de delincuentes". Si la oposición ha dicho eso, sintoniza con el gusto dominante. La sociedad ha ido asumiendo la costumbre americana de marcar y aislar al descarriado. ¿Veremos aquí algún día esos uniformes carcelarios espectaculares de película de Hollywood, y sus cadenas y grilletes para fumadores de grifa? Estados Unidos es un país de orígenes puritanos, y, avanzadísimo, sigue en el mundo de La letra escarlata, la novela que Nathaniel Hawthorne publicó en 1850 sobre una adúltera marcada con una A roja cosida al vestido. Se impone ahora entre nosotros la idea de estigmatizar a los condenados y excluirlos de la vida normal, y en Cartaya han visto como una amenaza de infección colectiva la posibilidad de que los jóvenes presos salieran en algún momento a estudiar o a trabajar en el pueblo.
La obsesión de castigar con cárcel el más mínimo traspié legal ha tenido en EEUU mucho éxito: hay más crímenes y más cárceles, y florece la industria penitenciaria, con prisiones privadas y públicas, posible remedio para el actual resquebrajamiento del sector inmobiliario y hostelero. Estamos en un momento de "pánico moral", etiqueta que en los años sesenta inventó Stanley Cohen para hablar de la reacción ante situaciones, episodios, individuos y grupos percibidos como amenazadores. Cohen empezó estudiando a los rockeros, pero el mundo ha empeorado mucho desde entonces. El pánico moral, el sentimiento de repulsión compartida une bastante, como demuestra el caso de Cartaya, donde se han juntado derecha e izquierda, todos a una, cantando la misma nota.
La gente quiere más cárceles, cárceles más llenas, penados con condenas más interminables, pero en pueblos que sean más apropiados que Cartaya, algo así como aquellas colonias penitenciarias del pasado, en continentes remotos, o en el futuro, en la luna o en estaciones orbitales alrededor de Marte: en algún sitio que "reúna las condiciones adecuadas", como dice IU. No están en contra del imperativo constitucional de reinsertar al preso, pero prefieren que lo reinserten en otro mundo.
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