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Muy posiblemente, el mundo también cabe entre las paredes de un bar
Columna
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¡Un gin tonic de Winston!

Si se puede perseguir el mar dentro de un vaso de ginebra, como cantara el bardo madrileño, muy posiblemente el mundo también cabe entre las paredes de un bar. Los bares: ya no frecuentas esa versión reducida de la Tierra. Serán los años, o la certidumbre de que has entrado en tiempo de descuento, o quizás serán los hijos, que cuando son pequeños te secuestran, absorben tus energías e imponen toda clase de abstinencias.

Pero antes la vida cabía (y seguramente aún cabe) entre las paredes de un bar. Por ejemplo, angélicas adolescentes que ponen copas, en el primer trabajo de su vida, copas no muy competitivas, porque ellas nada saben el oficio, aunque su jefe opina que cualquiera puede hacerlo. Aquella vez, más bien solo, más bien perdido, pedí un licor a la muchacha que atendía al otro lado de la barra, y como viera que ella traía un vaso de tubo (de esos que suscitan espanto en todo especialista) me atreví a suplicar: "No, no, por favor, ¿no podrías servirlo en una copa?". Nunca he visto, como en aquellos ojos, tanta fe en que el mundo está bien hecho: la chica trajo entonces una copa (sí, pero de vino) y sin que le temblara el pulso sirvió en ella el licor.

Otra ineptitud en la práctica de este oficio: sentado en la terraza de un pueblecito canario, contemplaba cómo la luz atlántica pintaba los muelles del puerto de pescadores. Había pedido un vino blanco, pero el tósigo era áspero y reseco. En nada recordaba los afrutados caldos de Lanzarote que ya había probado. Cuando volvió el mesero, un hombre del país, decidí comentar el asunto, con intención meramente informativa: "¿Qué vino es este? Me parece demasiado seco". El chico pareció meditar: "¿Quiere que le añada un chorro de tónica?", sugirió después. ¡Un chorro de tónica!, en eso consistió la impía, la herética propuesta. La isla suele estar atestada de británicos, y todo el mundo sabe que ese admirable pueblo se encuentra completamente al margen de la buena mesa. ¿Serán sus bárbaras costumbres las que han pervertido hasta tal punto la hostelería local? Es de temer que sí.

Pero jamás he oído anécdota que retrate mejor la enorme soledad del ser humano, su hambre de placer y de contento, su sed de redención, que aquella que me relató un día María Eugenia Salaverri, escritora que regentó un pub bilbaíno, durante nuestro particular fin de siècle. Ella siempre aludía a la ansiedad con que muchas personas entraban al bar, el modo desatado en que buscaban sacudirse una larga semana de trabajo, esfuerzo y sacrificio. Decía que las noches de los viernes eran las más dramáticas, porque la gente tenía prisa por disfrutar; se arracimaba en torno a la barra, emergiendo de la niebla del tabaco y de la luz nocturna, para pedir a la mesonera toda clase de sustancias narcotizantes. El paroxismo llegó al extremo cierta ocasión en que un enajenado se acercó a la barra y pidió, con gesto expeditivo, con voz firme y segura: "¡Un gin tonic de Winston!". No sé si la escritora satisfizo literalmente la demanda, pero el compuesto tóxico da idea de cuánto padece la humanidad, en sus oscuras jornadas de trabajo, y de la desesperación con que acude al bar, no sé si a descansar o tan sólo a olvidar lo padecido.

Sí, el mundo cabe entre las paredes de un bar, pero uno va a los bares a olvidarse de lo que hay fuera de ellos. Tan paradójico como eso. Porque es tanto el tiempo que dedicamos al trabajo y tan poco el que queda para el placer, siquiera psicotrópico, que a veces uno llegar a pedir "un gin tonic de Winston" en busca de una tregua con la vida.

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