Historias góticas y sombras chinescas
Ignoro por qué me sumergí de nuevo, después de tantos años, en la lectura de El castillo de Otranto (Alianza, Grupo Anaya). Y, mucho menos, la razón de que la célebre obra de Horace Walpole (1717-1797) que inició el fecundo género del Gothic volviera a absorber mi atención hasta el punto de devorármela en una sentada. Quizás porque -robándole la expresión a Vicente Verdú (en No ficción, Anagrama)- yo también esté aquejado de la "melancolía de los estimulantes", y buscara en la novela un placebo. Curioso personaje sir Horace. Hijo del primer ministro whig Robert Walpole, dedicó su preceptivo Grand Tour a visitar obsesivamente ruinas medievales. A su vuelta, y tras un breve paso por el Parlamento, dejó la política activa y se convirtió en editor y escritor, no sin antes mandarse edificar ese monumento al gótico revisitado que es Strawberry Hills, un castillo medieval que bien merece una corta excursión a Twickenham (parada del metro: Richmond) cuando estén pasando unos días en Londres y se sientan hartos de ver lo que ya conocen. Cuando la novela, cuya primera edición se publicó anónimamente, se convirtió en una especie de best seller y su autor tuvo que darse a conocer, Walpole explicó que la historia se le había ocurrido tras una pesadilla en la que aparecía una mano de hierro. Bueno, pues acababa yo de leer la novelita, y todavía permanecía obnubilado por esa estrambótica mezcla de naturalismo y elementos sobrenaturales que tanto fascinó a los surrealistas, cuando sonó el teléfono. Era -qué casualidad- el director de Comunicación del Grupo Anaya para comunicarme, con quince días de retraso, el enfado (empleó otra palabra) de don José Manuel Gómez (JMG), su presidente, por mi comentario de hace cinco Babelias acerca de su (presunta) intermediación en la posible compra de Editis por Planeta. Y para asegurarme que, "desde luego", no sólo tal intermediación no había tenido lugar, sino que, "por lo tanto" era "totalmente falso" que JMG -tal como yo había aventurado empleando el modo potencial y basándome en la información de mis topos- hubiera cobrado o cobrara en el futuro cantidad alguna por ello. De lo cual dejo constancia aquí y ahora, es decir, me la envaino, no sin apuntar que, aceptando como bueno lo de que no hay pasta de por medio, quizás habría que ponerse de acuerdo sobre el significado de "intermediación": al fin y al cabo, JMG, que ha estado en Anaya a través de todos sus avatares franceses (de Havas/Vivendi a Hachette), es probablemente el español que conoce mejor Editis; por eso, si yo tuviera intención de comprarla, le consultaría al respecto. Mientras tanto, y para terminar (por ahora) con la literatura de terror, mi topo me cuenta que Algaida, otra editorial del Grupo Anaya, publicará próximamente Gemelas, una novela en torno a los horrores de la clonación compuesta por Miguel Ángel Rodríguez, aquel ubicuo jefe de prensa y portavoz aznareño (y ahora novelista y conspicuo tertuliano) al que, el 5 de mayo de 1996 y tras jurar su cargo ante el Rey, el flamante presidente del Gobierno espetó con satisfacción (y sin intermediarios): "Rodríguez, lo conseguimos".
Me enfrento con una nueva muestra de la agobiante obsesión anglosajona por las listas
Listastontas
Nada más terminar de ojear Un plan de lectura para toda la vida (Planeta), la obra ya clásica de Clifton Fadiman (ahora secundado por John S. Major) cuya primera edición norteamericana fue publicada en 1960, me enfrento con una nueva muestra de la agobiante obsesión anglosajona por las listas. A diferencia de la razonada y moderadamente ecuánime "guía definitiva de lo que hay que leer" de Fadiman, quien afirmaba ingenuamente en su prólogo original que "es posible que la lectura de los libros aquí reseñados le lleve cincuenta años", la que publicó el domingo pasado The Sunday Telegraph no pasa de ser un nuevo experimento chovinista a mayor beneficio de la cadena de librerías Waterstone's, con cuya colaboración (o patrocinio) parece haber sido elaborada. De los 110 libros de todos los tiempos "que todos deberían leer" y que forman "la biblioteca perfecta", sólo uno (I insist: uno) está escrito originalmente en español (One hundred years of solitude). Y sólo una veintena en lenguas diferentes a la inglesa. Entre los "clásicos" imprescindibles no se cita el Quijote, por ejemplo. Y todos los libros de "poesía" recomendados, excepto uno (La divina Comedia) fueron escritos en inglés, igual que los llamados "libros infantiles", entre los que Babar, del francés Jean de Brunhoff, es el único no anglosajón seleccionado. Estos ingleses y sus jóvenes primos ultramarinos siguen encantados de haberse conocido.
Chinoslistos
China sigue de moda. Sobre todo estos días en que se ha producido un inesperado anticipo de los Juegos Olímpicos 2008 (pruebas de tiro) a causa de la intolerable insolidaridad de un puñado de resentidos tibetanos (¿cómo se dirá en chino?), incapaces de comprender la oportunidad histórica que suponen los Juegos. En The Guardian, leo una reseña dedicada a ocho libros sobre China publicados recientemente. En un prodigio de originalidad editorial digno de sus colegas españoles los ocho llevan la palabra "dragón" en el título. Los libros reseñados tratan de la historia y el pasado del gran país (entre ellos, Return to Dragon Mountain, de Jonathan Spence, un sinólogo a quien siempre se lee con provecho), y también de su presente como mercado no sólo apabullantemente emergente, sino, en cuanto nos descuidemos, máximo emporio galáctico. Lo que llama la atención es que la vertiginosa carrera hacia el capitalismo, iniciada por Deng Xiaoping, sucesor del Gran Timonel, se ha realizado sin renunciar al papel dirigente y ubicuo del PCCh, lo que parece desafiar todo lo que se sabía desde Adam Smith acerca de la necesaria solidaridad entre libertades políticas y economía de mercado. Quizás convendría que los dirigentes chinos, todos ellos amamantados con la leche nutricia del marxismo-leninismo, escribieran un apéndice al famoso tratado filosófico (sic) de Mao Zedong Sobre el tratamiento correcto de las contradicciones en el seno del pueblo, del que conservo un ejemplar que me regaló en mis años locos una paliducha muchacha estalinista que luego se retiró a vivir a Ibiza, donde vendía su artesanía en un mercadillo mientras su piel adquiría un celestial bronceado. En él, por cierto, puede leerse un capítulo titulado "¿Puede una cosa mala transformarse en buena?". Enfermo de nostalgia, y para celebrar lo mucho que ha cambiado el mundo desde La condición humana (Malraux), decido ir al chino de la esquina (que abre hasta las dos de la madrugada, sin esperar al decreto de doña Espe, para que los del botellón puedan avituallarse), y adquirir un frasco de Johnnie Walker. Luego me alienaré con una película políticamente incorrecta de Fu Manchú (con Christopher Lee) mientras pienso en la divina Gong Li. Un pequeñoburgués decadente, eso es lo que soy.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.