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Columna
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Inocencia culpable

Se supone que somos presuntos inocentes. Se supone que nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Se supone también que la culpa suprime la inocencia. ¿Pero quién reconoce la culpa, cualquier clase de culpa? Nadie parece dispuesto, en nuestra sociedad, a asumir ningún tipo de culpa ni responsabilidad. No hay culpa. La culpa se diluye. La culpa es gaseosa y se volatiliza.

La inocencia, sin embargo, es concreta. Se concreta en nosotros. Tiene un peso específico. No es la nuestra una inocencia mística. El no saber sabiendo de los santos es otro cantar. Nuestra inocencia no es la sabia ignorancia de los poetas que aprendieron la lengua de los pájaros una vez abolido el pensamiento. Nuestra inocencia es simple y ordinaria. Es inocencia en bruto. Una especie de estancia prolongada en la selva infantil, más acá del pecado y el delito, dentro de un paraíso inexpugnable.

Nacido sin pecado original, el buen nacionalista pasea por el mundo su inocencia

El caso del Ayuntamiento de Mondragón nos acerca también a la inocencia. No apoyar en su momento (en el primer momento) la moción de censura contra la alcaldesa que se negó a condenar el asesinato del ex concejal Isaías Carrasco ha sido, por parte del nacionalismo democrático, una muestra palmaria de inocencia. Inocencia culpable. La misma que llevan décadas mostrando desde el PNV.

Donde el común observa un delito palmario, el inocente, como mucho, ve una falta quizás evitable. La moción de censura en Mondragón, dice inocentemente Joseba Egibar, "no conduce a escenarios progresivos de normalización". Habrá quien dude de la sinceridad de esas palabras, pero seguro que su dueño cree en ellas. Su dueño lleva años frecuentando el jardín de la inocencia. Un jardín donde no existe la culpa, donde todos los males y todas las malicias provienen del espacio exterior. En el viejo jardín identitario no puede haber maldad. La mala hierba no crecerá jamás en el jardín de Abando. Nacido sin pecado original, el buen nacionalista pasea por el mundo su inocencia.

Es también la inocencia del imperialismo norteamericano y sus grandes espacios abiertos, su democracia virginal e invasora. Seguramente nadie como Graham Greene ha sabido mostrar la inocencia culpable de Norteamérica. En esa gran novela titulada El americano impasible el escritor nos presenta a su protagonista como un joven terrible e inocente, un norteamericano en el servicio exterior, imperturbable ante cualquier desastre, impasible ante lo que sucede delante de sus ojos. "La inocencia", nos dice Graham Greene en este libro, "es como un leproso mudo que ha perdido su campana y que se pasea por el mundo sin mala intención". La inocencia es así. La ambigüedad moral forma parte de ella (también nos lo recuerda Greene en su novela).

Esa eterna inocencia política del imperialismo norteamericano se termina pareciendo a una máscara. Y lo mismo sucede con la eterna inocencia de los nacionalistas vascos. En general, en una biografía individual, una muerte es bastante para que abandonemos la inocencia. Uno pierde a su madre o a su padre y uno empieza a entender el argumento de la obra. Para el nacionalismo vasco esto no es suficiente. Se aferra a la inocencia de una manera insana.

La moción de censura en Mondragón ha sido solamente un episodio más de esa historia de inocencia culpable que el PNV lleva representando más de un siglo. El nombre de la alcaldesa de Mondragón, por cierto, también es Inocencia.

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