Matando a la familia Nevado
L os cadáveres de los subversivos aparecían en los potreros y alcantarillas de Colombia, y flotaban como troncos por el río Magdalena, cuando comenzó la tragedia de la familia Nevado. Primero cayó el hijo mayor, Jaime. El sargento José Edimburgo Díaz le atravesó los pulmones de un balazo a las 6.15 de la tórrida tarde del 22 de julio del año 1982, mientras el concejal comunista bebía cerveza con dos sindicalistas ferroviarios en la terraza del parque municipal de Puerto Berrío. Su hijo de 10 años, que saboreaba un helado, presenció el crimen. El herido corrió 30 metros hasta debajo de un banco para guarecerse, pero fue inútil. El militar lo remató de un tiro en la frente.
Primero cayó Jaime, de 35 años, y años después habrían de caer su padre, su madre y su hermana; Edgardo, otro hermano, huyó a España con un balazo en el fémur y las secuelas de un drama que contiene lo peor de la historia de Colombia. Más de dos decenios después, la matanza continúa impune.
La madre de los Nevado fue sacada de un autobús y asesinada. Su cuerpo se hundió en la laguna Paraguas
La publicación del organigrama paramilitar condenó a muerte a Edgardo Nevado
"La consigna de los paramilitares fue acabar con todos", relata un pariente que vivió de cerca el aniquilamiento de una familia cuya militancia de izquierdas le costó caro. La historia de los Nevado arranca en Puerto Berrío, de 30.000 habitantes entonces, con fuerte implantación del Partido Comunista Colombiano (PCC), y en una zona, el Magdalena Medio, bajo la coercitiva influencia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Hartos de los secuestros y del impuesto revolucionario, 200 narcotraficantes y caciques ganaderos fundaron en el año 1981 el grupo MAS (Muerte a los Secuestradores) para preservar el patrimonio de los ganaderos y eliminar a los simpatizantes de la guerrilla.
Los sectores más radicales del Ejército y de la policía bendijeron el nacimiento del primer grupo paramilitar de Colombia, bien armado y financiado, y dispuesto a ejecutar el trabajo sucio que a ellos les estaba vedado. El espionaje castrense fijaba la pieza y los paramilitares la cobraban. Casi todos los suscriptores de La Voz Proletaria murieron. La documentación sobre esa metodología es abundante. Aquellos escuadrones liquidaron a más de 15.000 personas, entre ellos 1.700 indígenas, 2.550 sindicalistas y cerca de 5.000 miembros del partido Unión Patriótica (UP), que fueron enterrados en 3.000 fosas comunes o arrojados sus cuerpos a los ríos: unos flotaron y otros sedimentaron los fondos fluviales, pues eran abiertos en canal para rellenarlos con piedras y hacer que se hundieran.
Los funerales se oficiaban con la sola presencia de los familiares directos porque los amigos y allegados tenían miedo a ser los siguientes. Mercedes Nevado no tuvo miedo. El hijo mayor, Jaime, había cursado la carrera de Sociología y estudiaba Derecho en Medellín. Muy pronto subió a las tribunas con la proclama de que en Colombia había demasiados pobres, demasiados ricos y muy poca justicia distributiva. El día de su muerte participó en la huelga de ferroviarios de la comarca, y después acudió a una emisora de radio para debatir sobre la necesidad de cambiar las relaciones entre patrones y obreros y arrancar concesiones a la egoísta oligarquía local.
"Cuando murió, todo el pueblo se paralizó solidariamente", subraya el familiar que ha relatado a este periódico los infortunios de la estirpe. El sargento Díaz cometió el crimen a media tarde, pero acechaba desde antes. Perseguido por los dos acompañantes de Jaime Nevado y un agente de la Dirección Administrativa de Seguridad (DAS), que le acertó un disparo en la pierna, se refugió en la base del Batallón de Infantería Bombona. Los mandos del cuartel negaron que hubiese entrado en sus instalaciones, pese a que le vieron hacerlo numerosos testigos, entre ellos una joven a la que cortejaba el sargento, adscrito al Batallón Patriotas, con sede en el municipio de Honda, dentro del departamento de Tolima, no muy lejos de Puerto Berrío.
Edgardo Nevado tenía 31 años y era profesor de un colegio privado en Bogotá cuando cayó su hermano. Mercedes regentaba un comercio de ropa en la vecina localidad de Puerto Nare, y tuvo que contenerle porque sabía del fuerte temperamento del hijo pequeño. Le dijo que no se metiera en nada, que ella se ocuparía de denunciar el crimen a los cuatro vientos, de averiguar cómo se perpetró y de exigir justicia al Gobierno y a Fiscalía. Lo hizo, incansablemente, durante cinco años, hasta su desaparición y asesinato en 1987. El esposo de Mercedes, también de izquierdas, trabajador de la estatal Ecopetrol, había perdido la vida dos años antes. "Salía de la fábrica y, desde una camioneta como las que utiliza el ejército, le dispararon a corta distancia. Recibió quince tiros. Creo que era sindicalista. La forma de operar fue siempre la misma: los sicarios de un pueblo se desplazaban a otro para no ser reconocidos".
Hasta su eliminación por los paramilitares, Mercedes Nevado perseveró ante las presidencias de Belisario Betancur (1982-96) y Virgilio Barco (1986-90). Acudió en cinco ocasiones a la Casa de Nariño (sede de los jefes de Estado de Colombia), convocó conferencias de prensa y siempre apuntó en la misma dirección: el asesino material de su hijo era el sargento José Edimburgo Díaz Arteaga, pero los inductores se camuflaban en las haciendas ganaderas, en los cuartos de banderas y en las rutas del narcotráfico colombiano. La Procuraduría General (Fiscalía), dirigida entonces por el liberal Horacio Serpa Uribe, candidato a la presidencia en las elecciones de los años 1998, 2002 y 2006, recibió las pruebas, incluida una fotografía del sargento, pero se topó con la obstrucción castrense. Poco pudo hacer.
Mercedes Nevado militó, a partir de 1985, en la Unión Patriótica (UP), la propuesta política de las FARC. Su candidato, Jaime Pardo, quedó en tercer lugar en las presidenciales de 1986 y fue asesinado al año siguiente. La madre de Jaime Nevado habría de correr la misma suerte en circunstancias especialmente desventuradas. La mujer administraba un comercio de ropa en Puerto Nares que había alquilado a un hombre cuya verdadera actividad nunca supo: Ramón Isaza, el jefe paramilitar más antiguo y cruel de Colombia, que se entregó hace dos años para aprovechar las medidas de gracia del presidente Álvaro Uribe. "Ella mantenía una amistosa relación con la esposa de Isaza, que vivía en el piso de arriba, a la que informaba de todas sus gestiones en el caso de su hijo", explica el familiar relator. "Le contaba que iba a Medellín a denunciar, que volvería tal día, etcétera, etcétera. La esposa de Isaza le contaba todo a su marido".
El 23 de junio del año 1987, Edgardo recibió una llamada de su cuñada: Mercedes había salido de casa el 19 y aún no había regresado. La movilización de Edgardo comenzó aquel día. Durante tres semanas recorrió los pueblos visitados por su madre en la ruta a Medellín o Bogotá para comprar ropa. Las comprobaciones en hospitales, comisarías, periódicos y emisoras fueron infructuosas. Nadie la había visto. Edgardo estaba convencido de que estaba muerta. Vendió el comercio a Ramón Isaza, cuya criminal filiación también desconocía. Regresó a Puerto Berrío con una obsesión: saber el paradero de su madre. Alguien que no pudo callar más, le dijo cual había sido el destino de su madre: "El casero de su mamá, Isaza, la mandó matar. Y cuídese usted porque también está en peligro".
Pero Ramón Isaza no parecía tener interés en Edgardo, ajeno a la política como dueño de un restaurante y profesor en Bogotá. Al jefe paramilitar le molestaban las averiguaciones de su madre. Gente del sindicato de ferrocarriles supo cómo la mataron: "Los ocupantes de una furgoneta blanca esperaron el autobús en que viajaba, de Boyacá a Puerto Nares. 'Señora Mercedes', le dijeron, 'queremos hablar con usted sobre la muerte de Jaime. Le tenemos un dato importante'. Un familiar lejano de los Nevado, Luis Momia, y Alfredo Vaquero, un ex guerrillero que se pasó a los paramilitares, andaban con ese grupo. La bajaron del vehículo, la mataron y arrojaron su cuerpo a la laguna Paragua, que es inmensa. No sabemos en qué sitio".
La muerte de Mercedes Nevado ocurrió en 1987, y un año después, su hija era hallada muerta en su casa de Medellín con tres tiros en la cabeza. Nada se supo sobre los asesinos, pero era evidente que la consigna era acabar con toda la familia. Sólo quedaba Edgardo, cuya tenacidad se demostró asombrosa. Él sabía quiénes eran los criminales, pero quería saber cómo actuaba esa alianza de civiles y militares; buscaba los nombres de los jefes y el despliegue de los sicarios. "No venga usted por acá, que le andan buscando", le decían vecinos de Puerto Berrío. No les hizo caso. Obcecadamente, investigaba sobre el terreno el organigrama paramilitar. Lo publicó con nombres y apellidos.
La difusión del modo de operar de la mafia significó la sentencia a muerte de Edgardo Nevado, que ya militaba en la diezmada Unión Patriótica (UP). Abandonó la docencia, vendió el restaurante y pasó a la clandestinidad. Le habían ofrecido ingresar en las FARC, pero rechazó la propuesta porque abominaba de los secuestros, y apostó por el activismo político. Durante meses cambió de casa frecuentemente en Bogotá, siempre alerta, siempre fugitivo. Una de las madrugadas de aquel insomnio abrasador saltó desde un segundo piso a un pastizal, al descubrir que una dotación militar había llegado a la casa para prenderle. Edgardo volvió a Puerto Nares y Puerto Berrío para conocer los últimos movimientos de su madre. Lo hizo disfrazado de mendigo, con gorras de visera, una pistola entre las páginas de un periódico y tres cargadores en el bolsillo. "¡Váyase, váyase, que lo van a matar!".
Nada de irse. Viajaba en coches, en autobús, en trenes y en camiones de carga, de los que hubo de tirarse en marcha al detectar la presencia de paramilitares en su busca. El atentado de octubre de 1989 fue el definitivo. Viajó a Bogotá para recoger los informes de un chaval al que los paramilitares habían dado por muerto con siete balazos. La cita con una secretaria de la Fiscalía era en un bar propiedad del hermano de la funcionaria. "Allí andaban Edgardo y varios más echando tango y boleros". Seis o siete personas. "Entró un hombre, sacó una pistola con un cargador adaptado de 32 balas y empezó a disparar a todos". Murieron cinco. Un plomazo partió el fémur de Edgardo Nevado, que curó la herida en una clínica privada con nombre falso. No tenía sentido seguir y morir en Colombia. España le concedió asilo político, y un diplomático de la Embajada en Bogotá le despidió en la puerta del avión. No se fue hasta su despegue.
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