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Columna
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'Intermezzo'

Extraña sensación la provocada por este mes postelectoral, que a algunos les ha podido saber a tregua bendita y sumir a otros en un síndrome de abstinencia desquiciado. Sea como sea, lo cierto es que la rutina de estos últimos años se ha vuelto insípida ahora mismo, y las arraigadas costumbres de encender la radio o la televisión y de leer la prensa ya no satisfacen nuestras expectativas, tan viciadas estaban éstas por el exceso de adrenalina a que invitaba la tensión ambiente. Había que amoldarse a tanta tranquilidad, y les aseguro que me apuntaría gustoso a que continuara, ya que durante este intermezzo he conseguido dedicarme sin otra preocupación a cosas mucho más atractivas que la indagación de las debilidades y virtudes de nuestra clase política. Lo que sí he podido apreciar en las treguas que me daba mi imaginación ha sido un fenómeno muy curioso. Lo que he detectado es que el silencio de los políticos permitía la eclosión de la realidad, de la realidad cruda y sin interferencias.

He detectado que el silencio de los políticos permitía la eclosión de la realidad

La realidad, cierto, estaba ya ahí, y hubiera seguido estando por más que la hubiera acompañado la cháchara de nuestros políticos. El silencio de éstos nos ha dejado, sin embargo, solos ante los fenómenos, o solos ante el peligro, y esta novedad ha modificado nuestra percepción, sí, pero también la realidad misma. Caen los precios de las viviendas, se hunden las constructoras, aumentan el paro y la inflación, pederastas condenados se pasean a sus anchas por el país, todo el mundo se pelea por una gota de agua, el pudor brilla por su ausencia entre los cajeristas vascos -¿o hay que llamarlos kutxaristas?- etc. Es evidente que todos estos hechos no estaban esperando para llamar a nuestra puerta a que los políticos se fueran de vacaciones, pero usted, querido lector, ¿los está viviendo de la misma forma ahora que se le presentan desnudos y que le ha abandonado a usted el desodorante? Ahora son los medios de comunicación los que le dan noticia de ellos, y éstos les pondrán el adjetivo que consideren pertinente o adecuado para sus intereses, pero, ¿guarda usted con los medios la misma relación emocional que mantiene con los políticos? No, y ya verá cómo cuando éstos vuelvan a la tarea los hechos cambiarán y cómo sus aristas volverán a redondearse de emociones. Se convertirán en palabra en la que confiar o en palabra adicta, y pueda ser que lo que ahora le asusta le dé gozo o que lo que tanto placer le da ahora mismo -la caída del precio de la vivienda, por ejemplo- se le convierta en hiel. Todo dependerá de hacia dónde se inclinen sus amores.

Usted, como yo y como todos, espera que los políticos entren en acción para enderezar esa realidad adversa. Y lo intentarán, no tengo ninguna duda, aunque otra cosa es que lo consigan. Pero los políticos, además de la toma de decisiones, tienen otro instrumento para satisfacer nuestras expectativas. A ese instrumento se le denomina eufemismo, que no es sino un recurso para nombrar de una forma determinada. Y tienen también otro instrumento, que viene a ser como opuesto al anterior, y que se llama disfemismo y sirve igualmente para satisfacer nuestras expectativas. Hace un par de años, por ejemplo, unos hablaban de "proceso de paz" y otros de "proceso de rendición (del Estado)", con lo que dejaban contentas a sus respectivas parroquias. Se le ha solido considerar al eufemismo un instrumento verbal propio de los totalitarismos para conformar la mente de sus súbditos. Una de las cosas que he leído estos días de tranquilidad ha sido un artículo de David Bromwich en el que analiza la complicidad que el eufemismo tiene con la democracia. Tiene mucho que ver con la autoestima de los ciudadanos, cuya opinión suele estar vinculada a criterios mayoritarios. El político da nombre a las cosas a las que el pueblo va a asentir -y cuyo control se le escapa- y lo hace de modo que eso no le produzca desasosiego. Los hechos, ya lo verán, se nos irán amoldando a partir de ahora.

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