La indiferencia de la Administración
Vivimos en una época de explosión de la diversidad. Cada cual reivindica su personalidad, su manera de entender la vida. Y el mercado ha logrado equiparar calidad del servicio con personalización del mismo. Un anuncio de unos grandes almacenes preguntaba retóricamente: "¿Qué es calidad de vida?", y respondían de inmediato: "Calidad es poder elegir". Me acuerdo perfectamente de que hace años, cuando mi madre me mandaba a comprar papel higiénico, existía sólo una marca, llamada Elefante, que bajo un envoltorio de celofán encerraba un papel de color oscuro y de tacto más bien áspero. Nada que ver con la abundancia de marcas y la heterogeneidad de presentaciones y calidades que podemos encontrar en el apartado correspondiente de cualquier superficie comercial. Ya no existe la barra de pan, sino decenas de tipos que combinan elementos, cereales, texturas y cocciones de maneras muy diversas. Es cada vez más cierto que una de las características diferenciales de la ciudad es la existencia mayor o menor de diversidad de servicios de todo tipo. Si uno va circulando por la urbe, irá comprobando que a medida que se interna por barrios más populares, con menores recursos económicos, baja el número y la diversidad de tiendas, negocios y servicios de todo tipo. Las diferencias de clase son cada vez más diferencias en la disponibilidad de servicios y productos de consumo. La exacerbación del consumismo es tremenda y comporta muchísimos problemas, pero es indudable que la conexión entre calidad y personalización de los servicios es algo claramente irreversible.
Hay que personalizar los servicios públicos sin perder valores como la equidad y el acceso universal a aquéllos
En las administraciones públicas, las cosas no han seguido un itinerario comparable. Hace muchos años, Max Weber puso las bases de lo que en aquel momento significó una profunda modernización de la Administración pública al servicio del príncipe de turno. Algunos consideran que Weber fue para la Administración pública lo que Taylor y Ford fueron para la renovación del sistema productivo. Recuerdo aún una frase del manual de Derecho Administrativo de un ilustre catedrático de la materia que subrayaba el hecho de que la Administración pública tenía que actuar siempre guiada por la lógica de "la eficacia indiferente", entendiendo que cualquier viso de personalización en los servicios públicos implicaba una peligrosa desviación hacia el pantanoso terreno de la discrecionalidad. Muchos años después, se habla de posfordismo o toyotismo para referirse a la capacidad de la industria para mantener su capacidad de llegar a amplísimos sectores de la población y al mismo tiempo lograr altas capacidades de respuesta a las demandas cada vez más diversificadas y personalizadas de esa misma población. Uno de los éxitos de Zara, por ejemplo, es su capacidad para modificar en pocos días el tipo de producto en cualquier tienda de su red mundial de distribución comercial, atendiendo a las variaciones de la demanda. Lo que nos ocurre es que, si bien tenemos posfordismo en el ámbito mercantil, la Administración pública sigue operando como si estuviéramos en un escenario de grandes agregados sociales en los que predominan la homogeneidad y la indiferenciación social. Y ello genera crecientes problemas. En los próximos años, uno de los elementos centrales que nos permitirán evaluar positivamente o no cualquier proceso de renovación administrativa será la capacidad de reconocer y atender la diversidad por parte de los servicios públicos. Vivimos ya en esa fase, pero la rápida evolución a la que asistimos incrementará mucho más la presión en este sentido. Parecería que estamos condenados a tener una Administración que confunde igualdad con homogeneidad, cuando todo apunta a que sólo a partir del reconocimiento de la diversidad se puede avanzar en la cohesión social.
No pretendo decir que el encaje entre gestión pública y atención a la diversidad y personalización del servicio sea un asunto fácil. Es evidente que el código genético de las administraciones públicas las hace especialmente refractarias a las cuestiones de la diversidad. Pero no por ello conviene abandonar el asunto, sobre todo si nos preocupa el hecho de que las clases medias puedan ir abandonando el barco de los servicios públicos al no encontrar respuesta a su percepción de la calidad, muy relacionada con el acceso y la atención personalizada. Cuantos menos incentivos tengan las clases medias para usar esos servicios públicos, menos aliados tendremos en su defensa y más vulnerables serán a las lógicas que los pretenden confinar a los sectores sociales cuyas únicas alternativas son precisamente esos servicios públicos. Las tensiones entre universalidad y personalización, entre derechos individuales y colectivos, entre principios de equidad y de mérito, o entre las exigencias de eficiencia de la gestión y las exigencias de la equidad, son sólo algunos de los problemas emergentes. Pero no por ello deberíamos ceder en el empeño.
Será difícil avanzar si no descentralizamos los servicios públicos y logramos así combinar la personalización y la atención a la diversidad con la necesaria integralidad de las prestaciones. Sólo desde la proximidad podremos ser capaces de enfrentarnos a ese formidable reto de personalizar los servicios públicos sin perder valores como la equidad y el acceso universal a aquéllos. Y eso obliga a mantener fuertes capacidades de gobierno para atender a los desequilibrios territoriales que toda descentralización comporta, junto con potentes sistemas de información compartidos y procesos de evaluación pluralista y participativa. Ése es actualmente uno de los asuntos más relevantes a los que tienen que enfrentarse todas las administraciones públicas y los servicios que de ellas dependen, que constituyen el núcleo básico de la calidad de vida de los ciudadanos.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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