_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El monstruo

Los miramos de reojo, contemplamos sus rostros en la prensa tratando de identificar algún rasgo, de aislar alguna muesca o un detalle subrepticio que explique las monstruosidades que se suceden debajo. Son semblantes que a la luz del día se antojan comunes y corrientes pero que tal vez, a la hora de mirarse al espejo, cubre un velo de sombra o una coloración sangrienta que delata su naturaleza, lobos que han abusado de la confianza de las ovejas. El hombre de a pie contempla al monstruo, se asusta, se asquea y a la vez se siente atraído por su enigma: en las cafeterías, en las paradas de autobús y los supermercados se preguntan qué falla en el mecanismo de esa criatura aterradora que es el estrangulador de Boston, Jack el Destripador, Antonio Anglés y un individuo polvoriento de Huelva que abusaba sistemáticamente de su hija de cinco años y que mató a otra niña antes de consumar sobre ella todos los desmanes que le dictaba su alma a oscuras. Los noticiarios hacen circular su retrato del mediodía a la noche, los periódicos analizan su currículo en un intento de aportar datos que expliquen la catástrofe, y más pronto que tarde el recién llegado pasa a formar parte de un olimpo tenebroso al que sólo ascienden los verdaderos enemigos de la humanidad, aquellos que han inscrito su nombre con sangre en la memoria de los vivos. Para sosegarse, para poder seguir confiando en el vecino de rellano y sacar todavía a pasear a los niños por el parque, el hombre de a pie decide que el monstruo es una anomalía, una aberración, un capítulo aislado, y que en su calidad de enfermo merece una drástica cirugía que le convierta en lo mismo que todos los demás. Al hombre de a pie le tranquiliza creer que una barrera infranqueable le separa del monstruo: él está sano, el otro no. El mal debe resolverse en las clínicas.

Junto al muy legítimo debate sobre la eficacia de la justicia, la muerte de Mari Luz ha desatado otro que en ocasiones orilla peligrosamente el mismo abismo que pretende evitar. No han faltado tertulianos de radio ni columnistas en los diarios que, junto a una sanción al juez que cometió dejación de sus funciones, exigían una solución tajante, científica y contrastada a la amenaza de los delincuentes sexuales. No son delincuentes como los otros, nos dicen; no cometen sus atentados porque lo deseen, ni siquiera porque extraigan de ellos un repugnante placer, sino porque un desarreglo en su sangre les obliga a ello. El resto está servido: la castración química de Sarkozy, el electroshock, la lobotomía o las leyes de eugenesia que ya se hicieron populares en el siniestro Berlín de los años treinta. Supongo que quienes así opinan suelen olvidar que el nuestro es un estado de derecho, que plantea de entrada que el individuo es libre, capaz de enmendarse, de aspirar a dominar los fantasmas con los que convive; que la misión primordial del sistema penitenciario no consiste en amputar, sino en ayudar a rehabilitarse. Lo contrario nos convierte a todos, a ti y a mí y a ese hombre de a pie que pasea a sus niños, en otros lobos escondidos, en criminales en potencia determinados por una disfunción química quizá imposible de detectar al caos y la barbarie. Lo contrario, me temo, desemboca en el gran sueño de todo tirano: en lograr desentrañar, a partir del examen de una gota de sangre, quién será héroe y quién villano, quién compondrá una sinfonía y quién manejará el cuchillo, en quién se puede confiar y en quién no, sin concederle la oportunidad de réplica. Que Santiago del Valle cumpla la pena estipulada por la ley, que alguien le haga comprender que su conducta, mientras persevere en sus errores, le imposibilita para compartir las aceras con el resto de la ciudad. Las inyecciones pertenecen a los manuales de enfermería, no a los de ética y derecho.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_