Ya la mar no se ve
Hace años tuve la oportunidad de observar los ojos de un niño viendo el mar por vez primera, aquella mirada conmovida, suspendida en el horizonte exageradamente recto, abriéndose para siempre a todas las fantasías. Volviendo ahora a aquel lugar, allí donde comienza la parte sur de la costa atlántica gallega, el escenario es bien diferente: irrepetible el balcón natural sobre el océano, sólo el decidido bramar estrepitoso de una fuerte marejada daba fe del eco dilatado del oleaje batiendo en Chan da Pólvora, ancestral atraque de la isla de Ons. Una muralla fea y asimétrica, guardiana de avaricias e ignorancias -mayoritariamente compartidas- materializadas en cemento y desaires a la armonía, plaza fuerte -como tantas otras- que usurpa y usurpará por decenios los paisajes de Galicia.
No hay que condenar a las inmobiliarias sino obligarlas a que se rediman cumpliendo las reglas
No sólo aquí, pues también el resto de la costa peninsular es hoy, igual que la nuestra, una referencia mundial de las malas prácticas urbanísticas, cómplices inevitables de la progresiva ruina ecológica y cultural, eficaz cartel disuasorio del turismo con futuro. La miopía especulativa, al amparo de un control social laxo, dilapidó sin clemencia aquello cuya recuperación es tarea casi imposible, nuestro patrimonio natural.
Una cosa que no deja de sorprender, al lado de la catástrofe litoral, es el empeño que las autoridades -generalmente locales- tienen en su "lucha contra el mar". Combate que casi siempre se salda con la victoria, así sea parcial, de los procesos naturales sobre los esfuerzos humanos, muy costosos. Lo que llama todavía más la atención al comprobar que se trata de poblaciones que conviven con esa mar y, por tanto, conocen por costumbre la dinámica de los sistemas litorales. Varios paseos marítimos dan testimonio de esta incomprensible ignorancia.
En definitiva, la costa ha sido un espacio sometido a una convergencia de presiones, en un marco de gran debilidad institucional, apoyada en el afán de beneficio a corto plazo. Y así nos encontramos con un despilfarro de espacio y una ocupación mal estructurada. Resulta, pues, imprescindible, conciliar la generación de rentas turísticas y la preservación del patrimonio natural, antes de que sea totalmente irreversible. Las políticas sectoriales habrán de tenerlo en cuenta, al igual que las educativas, más lentas, pero de profundo calado, en las que los futuros ciudadanos tendrán que formarse en los valores del desarrollo sostenible y de la estética.
Cierto es, y, aparentemente, una adversidad, que la concienciación sobre estos hechos toma cuerpo en pleno estallido de la burbuja inmobiliaria. Circunstancia desgraciada, porque el fin del ciclo de la construcción amenaza con un sensible incremento del paro. Pero la crisis ha de suponer siempre análisis, una criba que debería dejar sentado que no merece la pena la mera apariencia de progreso. Pero dicho esto, casas habrá que seguir haciendo, pues no es de recibo empantanarlo todo porque ahora nos haya entrado un sentimentalismo exagerado, propio de los hipócritas. Que la ley sea rigurosa, pero otorgando clara seguridad jurídica. No construir a tantos metros de la creciente del mar, pero que hacer edificios no pase a ser perseguible de oficio. Y lo mismo en pueblos y ciudades. Con plan, pero sin entorpecer por entorpecer, pues si a la atonía le añadimos la burocracia, las cosas irán a peor.
El sector público tiene que ayudar al aterrizaje suave de la economía en estos tiempos depresivos. No hay que condenar a muerte a las empresas inmobiliarias, sino obligarlas a que se rediman cumpliendo reglas adecuadas, dentro de un modelo civilizado de crecimiento. Detener indiscriminadamente una actividad que ofrece tasas importantes de empleo no tiene justificación.
La purga inmobiliaria, consecuencia próxima de las turbulencias financieras, está provocando una corrección necesaria en el sector. Lo deseable es que ese ajuste se limite a la parte especulativa, por lo que bancos y cajas deberían continuar financiando las operaciones que responden a necesidades del mercado de la vivienda. Si no lo hacen, sus ejecutivos sabrán por qué. O antes fueron frívolos o, ahora, si cierran el grifo, son demasiado cautos.
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