Violencia
Trato de imaginar al rijoso que ha asociado el uso de la falda a la productividad empresarial. Me gustaría ver su cara, observar su jeta, para comprobar si, una vez más, el rostro es efectivamente el reflejo del alma. ¿Llevará bigote? ¿Estará calvo? ¿Será gordo o flaco, alto o delgado? ¿Le sudarán las manos? ¿Le olerá el aliento? ¿Tendrá estudios? Y en caso afirmativo, ¿de qué? ¿De Empresariales, de Económicas, de Ingeniería Financiera? ¿Habrá hecho un master en gestión de recursos humanos? ¿Sabrá idiomas? ¿Se detendrá a la entrada de los colegios para mirar furtivamente a las chicas? Lo imagino sentado a la mesa del desayuno, dándole vueltas al modo de castigar la indisciplina del personal a su cargo, cuando grita de súbito "eureka", o sea, lo encontré. Qué encontraste, pregunta su mujer, que va (en pijama) de un lado a otro de la cocina. El modo de doblegarlas, dice él. Quitaré 30 euros de sueldo a las rebeldes y cuando sus representantes sindicales pregunten por qué responderé (por escrito, faltaría más) que las enfermeras hacen menos caja en pantalones que en minifalda.
Seguramente hay en los manuales corporativos mil modos de justificar la obligación de llevar uniforme, incluso cuando se trata de un uniforme de gusto tan dudoso como el que nos ocupa. Pero lo único que se le ocurrió a nuestro hombre, vaya por Dios, fue relacionarlo con el plus de productividad. ¿Cabe imaginar algo más sucio, más obsceno, más indecoroso? ¿Será consciente del significado de esa decisión? ¿Lo somos nosotros? ¿Lo son las autoridades sanitarias? ¿Podría el fiscal general del Estado actuar de oficio frente a una muestra de acoso tan poco sutil, frente a una agresión sexual de esta naturaleza? ¿Podría caer sobre la cabeza de este sujeto todo el peso de la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género?
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