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Columna
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Lenguaje y realidad virtual

Mucho se ha hablado en los últimos días de la creciente distancia que existe, en este nuestro sufrido país, entre las preocupaciones principales de la ciudadanía y aquellas que parecen ocupar a una parte de nuestros políticos, los cuales sólo parecen tomar conciencia del problema cuando los electores les dan la espalda, como ha ocurrido hace pocas fechas en el paisito. Una de las expresiones más extendidas de la mencionada distancia es la deformación de la realidad que muchas veces se lleva a cabo con el objetivo de acomodar el país que existe al que algunos desearían que existiera. De la misma manera que se pueden crear realidades virtuales mediante medios electrónicos, algunos políticos piensan que están en condiciones de crear un país virtual y, además, de acomodar la realidad social al mismo.

La realidad no se modifica cambiando simplemente el nombre de las cosas

En la tarea de adecuar nuestro pensamiento a esa realidad virtual, hace tiempo que los medios de comunicación públicos del paisito vienen utilizando un peculiar lenguaje, que apenas tiene algo que ver con el que utiliza el común de los mortales. Uno de los ejemplos más llamativos es el de los espacios dedicados en EITB a la meteorología, en los que anticiclones, borrascas, lluvias, o sequías siempre afectan al "territorio" o a una parte del mismo. A veces dichos fenómenos inciden también en el norte o en el sur de la "zona" pero, curiosamente, nunca atañen a Euskadi o al País Vasco, que es donde realmente vivimos, y como casi todos llamamos a nuestro país. Un amigo mío -seguramente malpensado- me dijo no hace mucho que ello se debía al riesgo de que el Gobierno navarro protestara, al ver el mapa de su comunidad incluido dentro de una realidad denominada Euskadi. A mí, sin embargo, se me ocurre -tal vez ingenuamente- que hay una solución que encajaría mejor con el lenguaje que usa la mayoría: hablar de los vientos o los chubascos que van a afectar tanto a Euskadi como a Navarra, en vez de a la "zona" o al "territorio".

Sin embargo, nada hay más pintoresco que oír a un locutor preguntar al representante de cualquier cofradía de pescadores guipuzcoana o vizcaina sobre las malas artes que usan los arrantzales de "Iparralde" en relación con los de "Hegoalde". Cuando esto sucede, indefectiblemente, el entrevistado contesta que los pescadores "franceses" son los culpables de que nos hayamos quedado sin anchoas, haciendo caso omiso de la terminología en la que tratan de encerrar su respuesta. Algo por otra parte normal, que no es ni bueno ni malo, sino tan solo reflejo de unos usos y costumbres hoy por hoy mayoritarios, y que es absurdo intentar cambiar por decreto de la noche a la mañana.

Plantea Foucault (El Orden del Discurso, 1970) que "en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio, y esquivar su pesada y temible materialidad". Pareciera que, efectivamente, a algunos de nuestros gobernantes no les gusta demasiado el país que tenemos y tratan de esquivar la realidad, la terrible materialidad, mediante la creación de un lenguaje capaz de transformarla. Pero, como acabamos de ver hace unos días, el hecho de que algo constituya una aspiración importante para muchas personas, no la convierte necesariamente en realidad. Y es que ésta no se modifica simplemente cambiando el nombre de las cosas, para que la gente se adapte y vaya haciendo oído, sino convenciendo a la mayoría de la oportunidad de dicho cambio.

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