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Columna
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Mentiras cuaresmales

Era un tiempo diferente de los demás. Pronto olvidadas las diabluras de Don Carnal, la Cuaresma se instalaba en la sociedad, como una invitada inevitable. Me refiero a los tiempos vividos, ¡tan largos! Para los niños del primer tercio del siglo pasado, el Carnaval consistía en el saqueo de los viejos baúles para endosarse los vestidos conservados en alcanfor, que nunca volverían a ponerse de moda. Para los jóvenes, quizás la petulancia del disfraz arrogante o la primera exhibición pública y menos púdica de los hombros y el arrecife de los senos. Para los mayores, en mucha mayor cantidad de lo imaginable por un espíritu pacato, una amnistía temporal de las más sanas de las depravaciones.

Para mucha gente la Cuaresma era una repetida gota de plomo sobre la vida cotidiana

Para los pequeños, la Cuaresma fue época de cuchicheos; no se sabe por qué, era menester bajar el tono de voz, mirar de soslayo, hacer como si uno lamentara y asumiera sus pecados y los cometidos por familiares, vecinos y conocidos. Con el agrio olor de la sardina recién enterrada, empezaba para aquella España de la preguerra civil -que es la que conocí en tan temprana edad- el ejercicio de la hipocresía.

Como recurso defensor de la sanidad mental, parecía necesario ejercitarse en tareas inanes, tan siempre iguales que acababan perdiendo el significado. No sé -una cosa más- cuán vieja era la tradición de la visita a los templos, los misterios en las lúgubres catedrales, basílicas, iglesias y oratorios, que entrecerraban las ventanas, rechazaban el sol, entronizaban las tinieblas como rito y lanzaban un trazo amargo sobre una religión cuya base clientelar se reclutaba en la alegría que esperaba "más allá". Crespones sobre el parche de los tambores, las armas custodias "a la funerala", con un indeciso mohín pacifista de apuntar al suelo. Apenas hace sesenta, setenta años y parecen hábitos rupestres, ritos mortificadores de una sociedad tribal en pecado.

Por los años treinta del otro siglo, alcanzaban cotas de popularidad insospechadas algunos predicadores -mi vacilante memoria se atasca en el Padre Laburu- que con otros colegas vascos y haciendo un uso avanzado y progresista de la radio, amplificaban el banquete de horrores que aguardaban al pecador y, sobre todo, a la pecadora. Tras la guerra, el panorama se ensombreció hasta llegar a la amenaza del mal infinito, la ausencia de esperanza, que desembocaba en lo peor del nihilismo: el aburrimiento.

Del régimen de Franco se ha dicho, si no todo, mucho más de lo que en realidad era. Brutalidad, saña incluso, pareja con cualquier régimen dictatorial de larga duración. Leyendo relatos novelescos, incluso históricos, que suelen ser cosa parecida, sobre la existencia cotidiana, uno sospecha haber vivido en distinto país. Se creía más vencidos a la mayoría de los que perdieron la guerra, que no fueron sólo los rojos, sino cuantos nacieron, vivieron y murieron en un largo estadio en cuyo origen y desarrollo nada tuvieron que ver.

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La nada. Para mucha gente -no llevé a cabo encuestas ni ahora lo hago-, la cuaresma era una repetida gota de plomo sobre la vida cotidiana. En los días señalados cerraban hasta los bares y cafeterías e invito a reflexionar lo que esto significa en la vida corriente de mujeres y hombres normales. Parece poca cosa, al fin y al cabo, pasa lo mismo con la gripe, pero producía el efecto intelectual y moral de que se tapaban la memoria, el entendimiento y la voluntad como si se hubieran extendido los pesados mantos de terciopelo que cubrían las imágenes.

En los cines, Quo Vadis?, ni siquiera Espartaco, demasiado revoltoso. En los teatros, pocos autos sacramentales, que habían dejado de ser entendidos por el pueblo pero -si no me falla la memoria- incluso quedaban suspendidas las funciones del circo Price.

Cierto que se abrían vías de escape, refugio de temperamentos de lúdica inclinación, con la representación callejera de las procesiones, las vírgenes y los cristos bamboleantes que, no me cabe duda, algo enjugaban en la simple conciencia de los ciudadanos. Madrid empezaba a hacerse grande para digerir o aglutinar muchas cofradías, pero ahí tenemos, cada primer viernes, el imbatible y gratuito show de Medinaceli. Hay otra cosa que trucos o autobuses subvencionados y pienso que la mejor postura es la de mezclar el debido respeto con un poco de envidia hacia quienes tienen el don de no cuestionar las cosas que no son cuestionables.

Tengo oído que se ha clausurado el Purgatorio, como estancia transitoria de las almas poco correctas. Siempre he creído que el Purgatorio era el aburrimiento pleno de aquellas semanas santas de los 40 a los 60. Opinión personal, oiga.

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