Lirismo calculado
Llevo una década escuchando el martilleante consejo, bienintencionada sugerencia o generoso ruego de que lea la novela de Alessandro Baricco Seda. Existía una extraña unanimidad hacia su encanto. Fascinaba a la crítica y al puntual devorador de best sellers, al lector cultivado y al ocasional, a los husmeadores de la calidad y de autores desconocidos que habían tenido el placer de descubrirla sin poseer referencias y a los que aseguran con sospechosa pesadumbre que sólo tienen tiempo para leer en vacaciones.
Resaltaban su originalidad, su capacidad de sugerencia, su magia, su sensualidad, su lírica. Nadie se atrevía a contar su argumento, pero coincidían en que esa prosa despertaba sensaciones opiáceas y que te obligaba a leerla de un tirón, que tenía aroma, que dejaba poso. A pesar de tanta incitación, no sé qué irracional desgana, qué prejuicio sin causa, qué tipo de fobia me impedían acercarme a este obligatorio libro. Tal vez que había leído entrevistas con Baricco en las que lo que contaba desprendía tufo a diseño de lujo, a calculada arrogancia, a impostura de lujo. Me ocurre lo mismo con la imagen de modernez desdeñosa que desprende Michel Houellebecq, pero leo su obra y me conmociona esa inteligencia despiadada, ese nihilismo de primera clase.
SEDA
Dirección: François Girard.
Intérpretes: Michael Pitt, Keira Knightley, Alfred Molina, Sei Ashina, Kôji Yakusho, Kenneth Welsh, Martha Burns.
Género: drama. Reino Unido, 2007.
Duración: 107 minutos.
En 'Seda' sólo aprecio a un adaptador que guarda fidelidad
Superando esa absurda apatía y con el inevitable pretexto de que se estrena la adaptación al cine de Seda, me introduzco en ese centenar de páginas presuntamente adictivas. Y me sorprende su puntuación, su narrativa, su tono pretenciosamente lírico, su hipercuidado minimalismo, las calculadas y abusivas repeticiones de los rituales viajes a Japón del buscador de seda. Aunque siendo de esos lectores que llegan al amanecer aunque los párpados estén agotados cuando se produce el frecuente milagro de que te enganche un libro, descubro que necesito tres esfuerzos para leer un texto tan breve como el de Seda.
Tampoco tengo claro si es una pulida joyita o una adornada nimiedad. Hay personajes que me inquietan ligeramente, como el filósofo fatalista y solitario jugador de billar Baldabiou, o madame Blanche, esa japonesa enigmática que dirige un burdel, pero constato que novela tan mitificada ni me turba, ni me emociona, ni me deja huella. En cualquier caso, se me escapan las razones de que algo que me huele a artificio primorosamente construido haya despertado tanta y perdurable admiración en lectores tan numerosos y variados.
No he visto las anteriores películas de François Girard, director de Seda. Gente fiable describe como excelentes y muy personales El violín rojo y Sinfonía en soledad. No lo dudo, pero en Seda sólo aprecio a un adaptador que guarda fidelidad extrema a un texto que exige imágenes bonitas, exotismo trabajado, romanticismo vaporoso, sensación de misterio, sentimientos intensos y subterráneos.
Consecuentemente, Girard y su director de fotografía se preocupan mogollón porque los copos de nieve sean perfectos, la lluvia se deslice por los cristales, renazcan los lirios, la estética (¿o se llama esteticismo?) sea impecable. También vuelcan su mimo en la ambientación y puedes predecir cuándo va a sonar el dolorido piano o los melancólicos violines. Todo está al servicio del inaprensible lirismo que pretende este retrato del amor y de los sueños, de los paisajes y de las complejas sensaciones del alma. O puede que no trate de eso. Con los posmodernos como Baricco, nunca se sabe. Cuidan tanto el disfraz, desprecian tanto eso tan antiguo y tan paleto del mensaje y la transparencia, que a lo peor no están hablando de esa ordinariez denominada "algo concreto". Lo que admite discusión es su fatuo convencimiento de que están creando arte mayor.
No sé si esta película va a fascinar a los intelectuales, pero no hay duda de que está hecha al gusto del público más convencional. No hay peligro de que se atraganten el té y las pastas de la merienda. Me acentúa la alergia la inevitable Keira Knightley, actriz de un solo gesto, aun más falsa que inexpresiva, un estrellato del que jamás podré entender las razones.
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