Mañana de mercado
Leonard Cohen, voz metafórica de pelo negro, cuyos discos devoro como sagradas formas. Bajo el influjo de sus canciones llamo al diario para proponer otra crónica, pero entonces Rosa Mora, jefa y maestra, me dice que sobre todo hay que estar pendiente de lo que pasa. ¿Por qué pasarán todas las cosas a espaldas de uno? Lo que pasa por ejemplo es que la gente va cada día, o día sí y día no, a comprar su comida al mercado, y el mercado, que en esta crónica es el de Sants, es ahora un mercado que se está muriendo porque le ha pasado por encima un tren de alta velocidad. Al mercado de Sants, los clientes, la mayoría señoras mayores con bufanda de lana que tiran del carrito de la compra como quien tira de su alma, ya no pueden llegar, porque no se ven con fuerzas de sortear las obras del AVE que les obstaculizan el paso y de recorrer un camino absurdo de suelo accidentado y de atravesar un túnel que huele a meados. Una frutera, una mujer amable, con ganas de explicar lo que está pasando, porque aquí, desde su puesto del mercado, las cosas pasan por delante de los ojos con exigencia cotidiana, ofrece su testimonio y brinda también un par de manzanas Fuji rojas por fuera y ricas por dentro, como las muchachas de Víctor Jara: "Llevo en este puesto desde 1960, y hasta que han dejado de venir nunca me habría dicho que llegaba tanta gente de Bordeta. La mayoría son personas mayores, y ahora sus hijos no les dejan venir porque el camino está muy mal. Les dicen 'apáñate con las tiendas de al lado'. Pero, en fin, aquí aguantaré...". El mercado de Sants es un mercado modernista construido en 1913, y es un mercado de obra vista, tal vez porque en Sants salta a la vista que su gente es obrera, y es también un mercado de techo alto con travesaños de chapa, despegados por las puntas, y también con travesaños de madera vieja. Bajo el techo del mercado de Sants han puesto una red para que no se caigan las cosas de pura vejez y de perpetuo aburrimiento en un interminable salto mortal, y para que tampoco caiga sobre las tiendas, y sobre la gente que todavía va, el palomino de las palomas que viven ahí arriba. Pero en los puestos desocupadas, y hay muchas, aunque es más acuciante la constatación de que existen otras que anuncian la inminente jubilación del propietario, en los muchos puestos abandonados del mercado de Sants, se amontonan los excrementos blancos de las palomas, y se resquebraja el granito áspero de las pescaderías, y también se agrieta el mármol astroso de los mostradores que ya no tienen nada que mostrar, y flotan sucias de polvo las cabezas de las básculas como espectros de seres decapitados. La semana pasada, con este recorte he ido, los comerciantes y el Ayuntamiento se pusieron de acuerdo para empezar las obras de modernización del mercado. Al mercado de Sants uno va a ver lo que pasa, y se encuentra con una verdad modesta, de café con leche para entrar en calor, y con una verdad de anciana que sujeta el monedero donde lleva requetecontada la supervivencia de toda una familia, y de toda una clase social. Si algo se evidencia en la expresión, en los rostros de estas señoras mayores, antes que el reflejo del alma, es el reflejo de la pensión con la que viven. El mercado de Sants es un mercado modesto, y por tanto necesario, donde los comerciantes entran en sus puestos por portezuelas agachándose como enanos de una alhóndiga, y donde las clientas llaman a la vieja gitana por su nombre: "Joaquina, siéntate y no te canses"; pero la Joaquina hace un gesto de que no pasa nada y continúa andando apoyada en su muleta de la Seguridad Social, con su coleta de gitana vieja y su mandil azul de lunares blancos, y sigue empujando su carrito de bebé lleno de medias y de bragas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.