Qué aburrimiento
Hay espacios comunes en los que siempre se ven los mismos rostros serios y aburridos: la sala de espera en el médico y el metro. En la primera, esa cara de seriedad se acompaña con la congoja, que suele exagerarse durante la visita, para después aventar una bocanada de aire en señal de fastido. Las miradas siempre se dirigen al techo o al paciente que parece más jodido, algunas veces se da una ojeada a las revistas especializadas, que, en vista de la tediosa espera, cualquier lectura puede ser elemento de distracción, hasta ese artículo que habla del "Staphylococcus epidermidis formador de biofilm en pacientes con y sin blefaroconjuntivitis".
En el metro, en cambio, las miradas zigzaguean siguiendo los rostros de los pasajeros que entran y salen del vagón, los que se sientan enfrente y al lado de uno. Cuando se cruzan las miradas, se esquivan con urgencia y entonces se dirigen nuevamente al tablero que anuncia la próxima estación, única zona neutral donde las miradas pueden gobernar de manera autónoma, sin temor al sobresalto.
"Próxima estación... Fontana".
En la oscuridad del túnel, las miradas se pierden en ese vidrio que refleja rostros fantasmagóricos y no tarda quien se aproxima al cristal para extirparse ese inoportuno grano que le lleva molestando desde hace días. Las señoras mayores van sentadas con la mirada en un punto fijo sujetando bien fuerte el bolso, como si fuera un ramillete de flores que se lleva al altar; se peinan los cabellos castigados por los tintes y acomodan las posaderas de cuando en cuando. Al lado, quizá vaya un joven estudiante con las piernas estiradas hasta donde la amabilidad del vecino se lo permita y luego saca una bocata de chorizo cuyo olor provoca un hambre descomunal en algunos pasajeros. Ya es la hora del almuerzo y por ahí un hombre también hambriento aprovecha el apretujón para pegarse con lujuria al trasero de una apetecible mujer. Así es, unos con un hambre atroz y otras con un hombre atrás.
Nunca falta el que va leyendo el diario y el de al lado se acerca para aprovechar de la lectura gratuita. Quien porta el diario, le echa un barrido de reojo como cuando en la escuela te percatas de que intentan copiarte el examen. El usurpador de lectura puede ser un hombre discreto que lee a distancia sin perturbar a su compañero, pero hay quienes empinan la cabeza y hasta participan con un comentario: "¡Hostia, qué tomadura de pelo con el debate! ¡Con esos políticos, mejor no votar a ninguno!". Hay quien descubre la personalidad del acompañante anónimo cuando se percata de los anuncios clasificados que va leyendo: "Me gustan las posturitas, el sandwich y el sexo en aparcamientos. Envía SMS gratis". ¡Tan seriecito que se veía!
"Próxima estación... Urquinaona".
Unas se aferran a los tubos metálicos del vagón como si fuera el único apoyo que tienen en la vida. Otras se cogen de manera insinuante y cuando viene la curva se contornean con estilo, confesando que lo suyo es el tabledance. Entra el grupo de turistas que nunca deja la ciudad e invade el vagón con sus maletotas confinando al usuario hasta el último rincón. Si tiene suerte, le tocará algún pasajero rollizo cuyo neumático de carne le amortiguará el empujón. Si no, tal vez un ladrón se llevará su cartera con todo y la foto que le dejó su novio antes de huir con la otra.
Fuera de eso, en el metro de Barcelona rara vez hay grandes sorpresas, lo más inesperado que puede atestiguar es cómo un tipo se mete disimuladamente el dedo a la nariz para sacarse el molusco y, cuando cree que nadie le observa, embarrarlo en su asiento, y quizá le suceda un milagro, como ver a un hombre levantarse para ceder el asiento a una mujer embarazada.
"Próxima estación...", aquí me bajo.
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