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Columna
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Violencia machista

Se podría decir que padecemos una epidemia de maltratadores sangrientos

Las organizaciones feministas contra la violencia machista convocaron este jueves pasado una manifestación en la Puerta del Sol, que reunió, según datos de este diario, a unas 300 personas. Se protestaba contra la oleada asesina del día 26 de febrero en que murieron a manos de sus novios y ex maridos: Laura M. I. (boliviana de 22 años) en Madrid; María Victoria M. I. (49 años) en Puerto de Santa María; M. G. S. U. (45 años) en Cullera, y María José M. C. (54 años) en Valladolid. En un solo día. Mujeres de diferentes edades y distintas procedencias. Tampoco el machismo entiende de edades, parece incomprensible que un chico de 20 haya podido llegar a sentirse tan miserable y maldito como para matar a su novia.

Dentro de la violencia a escala general que rige nuestras vidas, dentro de las cosas que no entendemos, que son muchas y para las que acabamos inventando alguna explicación, hay una que deja la mente helada: esta matanza de esposas, novias, compañeras sentimentales por parte de hombres de lo más variopinto. Pones la televisión y de pronto ves a otra mujer anónima, como las demás, asesinada por un hombre como los demás, sin nada especial salvo que ha empuñado una escopeta de cañones recortados o un cuchillo para cargarse a su compañera, o que la ha lanzado con un empujón por la ventana. A veces los hijos entran en el lote de esta sinrazón.

Pero estos sujetos no se ven tal como los vemos nosotros, sólo ven esas humillaciones que según se dice alimentan su baja autoestima. Algunos tienen orden de alejamiento, pero en otros casos no hay denuncia y hasta supone una sorpresa para el vecindario que jamás se habría imaginado tal cosa. Y con cada nueva víctima todos repudiamos el hecho avergonzados por pertenecer a la misma raza que el energúmeno de turno. Todos nos echamos las manos a la cabeza mientras pelamos la naranja, desconcertados, ¿qué es esto?, no es un hecho aislado, tampoco es terrorismo y, sin embargo, es terrorífico.

La familia se desespera ante el ataúd porque de alguna manera el desastre tuvo que ser evitado. Los padres, el hermano, los hijos no pueden creer que haya ocurrido algo tan cruel y tan absurdo. Y es que un día el dolor entró en sus vidas bajo la apariencia de un tipo normal. Quién se lo iba a imaginar. No se puede ir pensando que los hombres lleven dentro un monstruo que despierta cuando se encuentra a solas con su mujer.

Y algunos aún nos atrevemos a echarle algo de culpa a la víctima porque no le denunció la primera vez que se le fue la mano, porque aguantó, porque fue débil, porque incluso seguía enamorada de él después de la primera paliza, porque no supo salir de la situación, porque se dejó humillar en silencio y porque nos recuerda hasta qué punto cada uno de nosotros es víctima o verdugo. Debe de ser angustioso y terrorífico sentirse perseguida y amenazada por alguien con quien has compartido tu afecto y tu intimidad y que te conoce bien.

Pero mientras tratamos de entender, las víctimas caen una tras otra de una manera casi irreal, las cifras se disparan. ¿Cómo puede haber tantos hombres que quieran matar a sus mujeres? Son demasiados. Se podría decir que estamos padeciendo una epidemia de maltratadores sangrientos. En las historias policiacas nos tienen acostumbrados a que se mate para conseguir algo o para eliminar algún obstáculo que se interponga en sus deseos. Pero en el caso de estos criminales las causas que más o menos se aducen suenan a insuficientes para que alguien dé un paso tan atroz: machismo, inseguridad, baja autoestima, desorientación vital porque la mujer ha movido ficha en el mundo, bebida, celos, nervios, ira. Parece que si se comprende el móvil de un asesinato se puede integrar mejor en el conocimiento de la naturaleza humana. Precisamente el éxito del género policiaco consiste en que detrás del homicida hay un móvil, una intriga, que una vez descubierto e identificado deja satisfecho al lector porque, aunque le repugne, entiende el hecho. Sin embargo, en las muertes por violencia de género, en que el criminal de antemano, a pesar de que escape, no va a ganar nada, el porqué queda encerrado en una mente oscura e impenetrable para los demás. O quizá este mal tenga un nombre tan simple y rotundo como crueldad. Una crueldad exacerbada que elige un objetivo contra el que descargar. Cuanto más débil es la víctima, más cruel es la crueldad. Los hay que apalean perros indefensos hasta dejarlos moribundos, que ahorcan galgos. Los hay que maltratan a sus hijos. Y además parece que la crueldad engancha porque no pueden pasarse sin ella. La pregunta es si la crueldad es una enfermedad y si somos capaces de curarla. De momento, en esta campaña electoral no aprovechemos estas víctimas para arrimar el ascua a nuestra sardina.

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