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ELECCIONES 2008 | Campaña electoral
Columna
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Dios con nosotros

Si tienes a Dios bien amarrado, puedes permitirte el lujo de ser un poco malévolo

Aunque Dios no es un tipo que se caracterice por su locuacidad es increíble la cantidad de cosas que le hacen decir. Viene el señor arzobispo de Valencia, Agustín García-Gasco, y afirma que en España no hay democracia (por culpa de Zapatero, claro). A renglón seguido aparece en escena Antonio Cañizares, el requenense arzobispo de Toledo, y nos recuerda -también con una mueca mística- que la "unidad de España" es un inequívoco mandamiento moral (al mismo nivel, supongo, que no matar o no robar). García-Gasco es adusto y largo; Cañizares es pequeño y rechoncho. Ambos comparten, sin embargo, lo esencial, y no me refiero precisamente a su valencianismo (seamos serios). A ambos les habla Dios al oído. A ambos los usa Dios como transmisores de la verdad.

Es fantástico contar en tu equipo con un personaje al que nadie ha visto y que sólo se manifiesta en curaciones milagrosas y en la severa voluntad de algunos mártires, que asesinan con su nombre en la boca (ellos lo llaman Alá). Contar con Dios es tener ganado el partido antes de disputarlo, puesto que si alguien duda de tus planteamientos, siempre te quedará el recurso inefable: "Me lo ha dicho Dios". Y si no te lo crees, demuéstralo.

En noches febriles suelo leer la Biblia. Sus historias emotivas y terribles me retrotraen a un punto primigenio de mi propia especie, en una atmósfera que no es diferente a la que se crea cuando un padre lee a su hijo un cuento infantil. Hay una piedad y un horror que son específicos del gran texto sagrado. Ciertas almas puras han convertido sus mensajes en el sustento que les ha permitido pasar por la vida como seres dichosos. Otros lectores, en cambio, extraen de esas páginas temblorosas un cieno que les nubla la vista, y solo son capaces de diseminar el odio a su paso. No creo que la palabra de Dios tenga la culpa de germinar de manera tan distinta en cada uno de los que abreva. Puede que Dios sea inocente y en cambio nosotros, que somos responsables de su existencia, no podemos ser nada más que culpables.

García-Gasco y Cañizares, como otros gerifaltes conspicuos de la Iglesia española, visten a Dios de Generalísimo en campaña porque no pueden evitarlo. Como son hombres cultos, maduros, responsables y austeros, conocen perfectamente qué quiere decir usar el nombre de Dios en vano. Sin embargo, están convencidos de que ese peligro no va con ellos. La posesión de la verdad los exonera de cualquier injusticia al respecto. Si Dios está contigo, todo te está permitido. Si tienes a Dios bien amarrado, puedes permitirte el lujo de ser un poco malévolo (la carne es débil).

Últimamente se ha puesto de moda la figura de Jesucristo. Para ser un novelista de éxito mundial basta con remontarse a los años en que el hijo de Dios cortejaba a María Magdalena, explicar detalladamente su descendencia y arroparlo todo con unas notas templarias, o cátaras, o gnósticas. Como reacción a tanta banalidad, la Iglesia se ha encerrado en un búnker y amenaza con no salir de él hasta que algún cataclismo termonuclear borre de la faz de la tierra toda incredulidad.

Puede que García-Gasco o Cañizares consideren seriamente que solo se puede ser cristiano fustigando las catástrofes liberales (la ironía, la libertad, el sexo, el sarcasmo, el descreimiento). Es el momento, supongo, de añorar otros modelos. En Borriana aún celebramos, por ejemplo, actos por el centenario del nacimiento del cardenal Tarancón. No sé qué clase de conversaciones mantenía con Dios el cardenal de la Transición, pero cuando acababa de orar se liaba un cigarrillo y con cuatro chupadas establecía un equilibrio entre la virtud y la necesidad, que luego sustanciaba en señales de humo. ¿Era menos cristiano Tarancón que Cañizares?

Los clérigos valencianos con mando en plaza no son precisamente progresistas. Se comportan como rígidos ayatolás, más preocupados por los mártires de la Guerra Civil (sus mártires) que por el bienestar común. Pero nunca se olvidan de recordarnos que su comportamiento está basado estrictamente en Dios. Dios les habla. Dios les avala.

Quizá Dios sólo sea un pequeño enigma -como una hermosa estrella más- en el corazón de las personas y, en su honor, deberíamos derruir los templos convertidos en cuarteles donde se espera a los bárbaros. Ese día algunos tristes prestes se descubrirían pequeños y sordos y correrían a esconderse en la zona oscura de su propia vergüenza. Otros, en cambio, esperarían a un atardecer sin tumultos para encender su pipa y entablar entonces conversación con almas amigas sin sentir la necesidad de restregarles por los labios un anillo de oro.

Todos hablan en su nombre, pero Dios, en realidad, no dice nunca nada. Solo el que imite su silencio se ganará el cielo. Los demás simplemente están trabajándose una pequeña parcela en el infierno de la discordia civil. Por culpa de Zapatero, claro.

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