"La fruta prohibida era un higo y el paraíso, Irak"
La cita es en el restaurante barcelonés La Poma (manzana, en catalán) por aquello del pecado original y la fascinación que siente la escritora Gioconda Belli (Managua, 1948) por el mito de Adán y Eva. Fiasco total: la fruta prohibida es un higo. Vaya. Al menos así ocurre en la novela El infinito en la palma de la mano, obra con la que esta poetisa de melena generosa ha ganado el Premio Biblioteca Breve y que narra la historia jamás contada de los padres de la humanidad. Sin tópicos, que no le gustan: "En mi libro, la que tiene sentido del humor es la serpiente", reconoce con una sonrisa que evoca su nombre, pero en pícara.
La poetisa nicaragüense ha novelado la historia de Adán y Eva
Sobre la elección del higo, justifica: "Según la descripción bíblica, el paraíso terrenal estaría ubicado al norte del actual Irak. Allí nunca hubo manzanos. Los sabios judíos identificaron la fruta prohibida con un higo o, como mucho, con una uva. Para mí no hay dudas: la famosa fruta prohibida de Adán y Eva es un higo".
Lo dice sin ocultar su ánimo de provocadora, consciente de las connotaciones que tal fruta tiene en jerga sexual. Su afirmación despierta rubor en los comensales de la mesa de al lado, pero ni se da cuenta, porque reflexiona en voz alta sin dejar apenas distancia con la cara del interlocutor. La cercanía invita a asentir a todo lo que dice, defiende sus argumentos con ímpetu guerrero. Lo de novelista le suena raro, aunque no es nueva en el género. "Para los míos soy poeta. En Nicaragua la gente se vuelve loca por la poesía. Todo el mundo quiere ser allí poeta", dice feliz la escritora. ¿Y eso por qué? "Pues porque sólo tenemos un auténtico héroe nacional: Rubén Darío".
Pese al patinazo de quedar en un restaurante llamado La Manzana, visto lo visto, queda el consuelo de ver el ambiente de la Rambla a través del cristal y de escuchar las palabras de una conversadora torrencial. Más que simples anécdotas, Belli encadena microrrelatos. Por ejemplo, el de sus años de adolescente en Madrid, interna en un colegio religioso. "Eran los años sesenta. En ese tiempo se acostumbraba en América Latina a ver Europa como un faro de la cultura para ilustrarse. También Estados Unidos, donde fueron a estudiar muchas de mis amigas. Pero mi mamá dijo: '¡A Estados Unidos, nunca!'. Y me mandaron a España cuando tenía 14 años, a un internado de las monjas de la Asunción", explica la autora, que con el tiempo ha roto la severa prohibición de su madre al vivir entre Managua y Santa Mónica (California).
Su inconformismo que empezó a asomar la cabeza en aquella época de juventud rodeada de religiosas severas, con la excepción de su profesora de arte. "No fui feliz. Había un paternalismo que no me gustaba. Se me obligaba a sentir una gran admiración por la madre patria. La jugada les salió mal, porque yo tenía un abuelo indigenista que me enseñó las leyendas de la resistencia contra los colonialistas".
Belli pide una botella de agua porque cualquier aditivo puede dispararle el alegre estrés provocado por la noticia del premio. La consumición debía ser el prólogo de un picoteo, pero el tiempo se le va hablando y luego no tiene hambre. Sus respuestas son tan largas y exhaustivas, jalonadas siempre con carcajadas explosivas, que se necesitaría un libro entero para reseñarlas. Es decir, su biógrafo no lo tendrá difícil, porque con unas cuantas charlas llenará varios volúmenes.
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