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Columna
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Un beso de confianza

El día 7, primer viernes de marzo, a dos días de las urnas, muchos madrileños harán cola para besar la imagen de Jesús de Medinaceli. Unos, para agradecerle algo; otros, para pedir milagros. Entre los primeros, aunque sin guardar cola, puede que se encuentre Antonio María Rouco Varela, si consigue la presidencia episcopal para la que tiene todas las papeletas, con lo que su primer discurso presidencial puede que no evite su reflexión electoral ya conocida. Pero nadie excluye que, siendo éstas unas elecciones generales tan madrileñas como no han sido otras, la pareja Gallardón-Aguirre acompañe al arzobispo a Medinaceli, metan al Cristo madrileño en campaña y le pidan para el día 9 un milagro con denominación de origen. Milagros y espectáculos necesita al parecer esta campaña tan castiza. Y, probablemente, nunca los titulares del arzobispado madrileño ni los del Ayuntamiento y la Comunidad se sintieron tan inquietos por La Moncloa. Tampoco, quizá, ningún candidato a la presidencia del Gobierno de España necesitó de tanta ayuda divina o madrileña. O quién sabe si, arzobispo aparte, por ser las parejas de mandatarios madrileños del mismo sexo no ofrecían antes el atractivo que representa ahora el matrimonio Gallardón-Aguirre. Porque hay que felicitar al PP por la estrategia que supone este cartel electoral, con los rostros de la presidenta y el alcalde en el reparto, para un espectáculo añadido que anima mucho la campaña. Creo que el culebrón de este matrimonio mal avenido se debe a la eficaz invención de un imaginativo urdidor de campañas que ha conseguido conquistar la curiosidad de los espectadores de los programas de alcoba y de las novelas sentimentales de la televisión para llevarla al terreno de la política.

Nadie excluye que metan al Cristo madrileño en campaña y le pidan para el día 9 un milagro

Pacificado el predicador de catástrofes, Mariano Rajoy, una vez ha otorgado Aguirre el título a Zapatero de "líder más extremista de Europa", el alegre espectáculo electoral consiste, entre otras cosas, en exhibir a este modelo de familia política, Gallardón-Aguirre, centrando las miradas del ciudadano en la pareja para ver cómo ha mirado hoy Esperanza a Alberto o qué guiño le ha hecho Alberto a Esperanza. Una de las distracciones más atractivas de la temporada en esta villa consiste en detectar un desdén de ella hacia él o de él hacia ella, un deliberado despiste o el contenido de unos versos traídos a colación.

No sólo en las corralas madrileñas se sigue con pasión la pelea de familia, sino que en las tertulias literarias se espera una nueva cita del ilustrado alcalde y se ríe la gracia de los ripios de su más deslenguada compañera, de tan escaso reparo en el ridículo. Y creía Gallardón que recurriendo a versos antiguos para que sus espectadores se dedicaran a adivinar quién es el seductor Don Carnal y quién la bruja Doña Cuaresma se iba a meter al público en el bolsillo. Lo creyó hasta que la moderna sensibilidad de Rajoy lo puso en su sitio con la copla que le pone el cuerpo de jarana. Le debió deslumbrar a Gallardón el gancho que para el público ha supuesto el feliz recuerdo por parte de Rajoy de Pepe Blanco y su canción del beso de la española. Pudo haberse limitado al beso de la madrileña, que cuando besa es que besa de verdad, acoplando la letra a la circunstancia, pero le corre mucha España por las venas a la presidenta para quedarse en un beso local; tanta España la sulfura que si se ofreció a ir al Congreso fue porque ella pone a España "por encima de todo", como dijo ayer en este periódico, y España debe necesitarla mucho. Y además no ocultó la aspiración a servirla al recordar que sin estar en el Congreso se puede ser jefe de la oposición. A Aguirre, como se ve, se le queda muy chico nuestro Madrid.

Pero, para algunos, nada acredita más el amor que el beso y el sincero ósculo de Esperanza a Alberto pareció delatar de pronto la representación de un desencuentro de ficción. Rajoy pretendía convencer al alcalde de que el beso que había recibido de Esperanza no era un beso cualquiera, que si a ninguna le interesa besar por frivolidad, menos a ella; exaltaba el beso de las españolas, a las que puede usted besar en la mano o darle un beso de hermano, pero un beso de amor, ellas, las españolas, no se lo dan a cualquiera. Sin embargo, según acabamos de saber, Gallardón no parece convencido de que toda española bese de verdad, ni de la eficacia del beso casto, con lo cual volveremos a nuevos episodios de la función que no parece que vaya a tener final con las elecciones del día 9. La confianza de Rajoy en el casto beso de Aguirre se centra ahora en que Jesús de Medinaceli dé por bueno que es un beso de verdad. Pero no sé si es posible engañar, así como así, a las divinidades.

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