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Golpe al corazón de la milicia chií

Javier Martín

Imad Mugniyah tenía fama de sanguinario, reputación de indómito y costumbres de camaleón. Escurridizo, vesánico y calculador, se le atribuyen algunos de los atentados más cruentos perpetrados en la convulsa historia de Oriente Medio, incluido el que en 1983 segó la vida de docenas de soldados estadounidenses en un barracón próximo al aeropuerto de Beirut.

La intrahistoria de aquella espeluznante operación delinea los contornos de su mito. Cuenta la leyenda que comenzó a cultivar su odio a Israel una tarde de verano de 1982, en la que vio cómo las tropas israelíes arrasaban su aldea natal, en el sur del Líbano, y mataban a sangre fría a colegas palestinos, familiares y vecinos. Frustrado por la impotencia de las milicias islámicas Jomeini Fatah, una de las facciones más radicales de la OLP, abandonó el cuerpo de élite Fuerza 17, que protegía a Yasir Arafat, para sumarse a la Yihad Islamiya libanesa. Cayó herido en un combate con las milicias cristianas proisraelíes y se recuperó en un hospital del barrio chií de Haret Hreik, en el sur de Beirut, desde cuya ventana veía a diario operar a los soldados estadounidenses. Allí conoció a fondo los planes de la revolución iraní, se empapó de su ideología y llamó a las puertas de los Guardianes de la Revolución.

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Desde entonces, se convirtió en visitante asiduo de la Embajada iraní en Damasco y en uno de los terroristas más buscados del mundo. La CIA le responsabiliza de la crisis de los secuestros que atemorizó a los extranjeros en Beirut durante la década de los ochenta. E Israel lo acusa del atentado contra la Embajada en Argentina, en 1992.

Pero en aquella época Mugniyah era ya un miliciano iraní, prácticamente independiente de Hezbolá. Siempre fue un hombre de acción poco interesado en infraestructuras, cadenas de mando y política. Actuaba por propia iniciativa y sólo daba cuenta a responsables iraníes. Según los servicios secretos estadounidenses, tras concluir su trabajo se jubiló en Teherán. El régimen de los ayatolás le premió con la concesión de la nacionalidad, una nueva identidad, una nueva cara y una vida muelle en el barrio lujoso de la capital. La página de Internet Debka, que se vincula al Mosad israelí, lo resucitó para la causa árabe y chií en 2003, en un artículo que insinuaba su papel en los atentados cometidos en Irak.

Su extenso y sanguinario currículo ilustra la importancia de su asesinato y adivina el tipo de consecuencias que su muerte puede desencadenar. Aunque formalmente se le creía desvinculado de Hezbolá, su desaparición no deja de suponer un duro revés para el aparato militar y una mácula en el prestigio de sus servicios de inteligencia en un momento de severa crisis política en el país y la región. El Partido de Dios y su brazo armado, la Resistencia Islámica, se jactaban de ser impenetrables. Inmunes a los intentos de "asesinato selectivo" planeados por sus múltiples enemigos. Ningún miembro de la cúpula había perecido en los últimos años. Ni siquiera en la espiral de atentados que desde hace cuatro años diezma la clase política del Líbano. Han segado la vida de dirigentes de todos los bandos, excepto del Partido de Dios.

También, suma una nueva variante al laberinto libanés y envía un mensaje de advertencia a la formación, inmersa en una lucha política fratricida para hacerse con un pedazo mayor del poder. Desde el magnicidio del ex primer ministro suní Rafik Hariri, perpetrado el 14 de febrero de 2004, Líbano vive la peor crisis política de su historia. Sin presidente, con el Parlamento bloqueado y la calle habitada por el miedo, parece precipitarse hacia la guerra civil. Así parece augurarlo la cadena de atentados de los últimos dos años. La fecha de la muerte de Mugniyah también es significativa. Suena a la enésima reedición de la ley del Talión. Ojo por ojo...

Javier Martín es director del Servicio en Árabe de la agencia Efe y autor del libro Hezbolá, el brazo armado de Dios.

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