El que ríe el último
No deja de ser llamativa la circunstancia de que casi al mismo tiempo dos autores de la misma quinta (y consagrados durante los años noventa a radiografiar su propia generación y a dar solución formal distinguible a sus respectivos discursos, junto a Benjamín Prado, Ray Loriga, entre otros), como son Ángel Mañas y Francisco Casavella, hayan coincidido en el cultivo de la novela histórica. Claro que por ello no hay que rasgarse las vestiduras. Álvaro Pombo y Rosa Montero también lo hicieron. Supongo que si te revelas al oportunismo de los mercadeos editoriales, no tienes por qué emplear el mismo empeño para evitar un género que, manejado con exigente sensibilidad artística y distancia, puede producir óptimos resultados narrativos. Sólo indico la coincidencia (una pizca más jugosa si tenemos en cuenta que a las pocas páginas de Lo que sé de los vampiros, la novela con la que Francisco Casavella -Barcelona, 1963- se llevó este año el Premio Nadal, aparece en escena un caballo bautizado Bucéfalo, como así se llamaba el célebre equino del macedonio Alejandro Magno, protagonista y materia éste de la última novela de Mañas). Los lectores de Casavella, los lectores de la trilogía El día del Watusi (Mondadori) o de Un enano español se suicida en Las Vegas (Anagrama), en principio no reconocerán en la novela galardonada las líneas maestras de su mundo narrativo. No reconocerán al novelista que hizo de una Barcelona muy determinada, de la Barcelona de la Transición y sus barrios plebeyos y ricos el objeto de su amplio repertorio de registros, de voces, de personajes y máscaras a cada cuales más imprevisibles y novelescos. Como se debe preciar todo novelista con ambición generacional, Casavella miró su presente en aquellas novelas como esos protagonistas balzaquianos que abatidos miraban las miserias humanas de París desde la colina más relevante, y con ese espíritu desmedido del Fitzgerald más cercano a Los bellos y los malditos que al tono más auténticamente doliente y exacto de El gran Gatsby. A estos lectores sin duda les sorprenderá que ahora el autor barcelonés los traslade a otro siglo, aunque no a un siglo cualquiera: el Siglo de las Luces.
Lo que sé de los vampiros
Francisco Casavella
Destino. Barcelona, 2008
566 páginas. 21 euros
No voy a decir que Francisco Casavella, al idear la intriga de Lo que sé de los vampiros, haya creado un artefacto de ficción con el exclusivo propósito de aleccionarnos sobre tan crucial siglo. Pero es evidente también que la elección histórica no es inocente. Casavella nos relata una historia que comienza con la guerra de los Siete Años y termina con la Revolución Francesa. El tópico sería defender la idea de que el novelista ha urdido una ficción anclada en el siglo XVIII para preguntarse (con sus lectores) sobre los contenidos morales de las instituciones sociales, políticas y religiosas de nuestra contemporaneidad. ¿Y si el proceso fuera el inverso? A mí me parece esta posibilidad la más fructífera para entender y disfrutar su novela. A la vista de lo padecido en el siglo XX y parte de lo incipiente que llevamos vivido del XXI, ¿no sería hora de comenzar a reconsiderar el fermento social y filosófico que desembocó en un siglo, llamado también de la Razón, de tantas terribles contradicciones, arbitrariedades, injusticias, intolerancias de izquierdas y derechas? (perdone el lector el anacronismo conceptual). En la figura y mente de Martín Viloalle, un joven aspirante a la Compañía de Jesús, y su ocasional maestro de logias secretas, Welldone, Casavella dibuja (Martín por cierto se convertirá en un hábil caricaturista, quién sabe si imitando al gran Hogarth) una densa red de experiencias europeas, Roma, París, etcétera. La copiosa masa argumental de esta novela no es el típico relleno de una novela itinerante cualquiera. Son los hitos vitales de un personaje (la novela está narrada desde una voz omnisciente en clave de comedia trágica, marca de la casa) que debe ver y descifrar más de lo que su cuerpo y alma estaban programados para hacer. Martín es el testigo de un mundo a punto de estallar y otro a punto de nacer. El rococó insultante de Versalles, los libelos y los infundios que alumbrarán la premonitoria crueldad de un Robespierre, el exilio de los perdedores, revolucionarios y contrarrevolucionarios, la reinvención de una grotesca Roma. Francisco Casavella ha escrito una novela conmovedora desde la inteligencia compositiva. Y lo ha hecho con ese espíritu contradictorio de las inteligencias bien engrasadas. Hacia el final nos hace un guiño: una obra de teatro firmada por un tal Chester Winchester, como así se llamaba el huidizo personaje de Un enano español se suicida en Las Vegas. Amante de Voltaire, Martín Viloalle nos deja con ese enigma casi irresoluble. Sin el cinismo, sin el relativismo, sin el quejumbroso lamento del célebre personaje de Diderot, nos preguntamos después de leer la novela de Casavella si Martín no se habrá despedido del mundo enunciando aquella terrible frase con que finaliza El sobrino de Rameau: "El que ríe el último, ríe mejor".
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