Farrucos ellos
Ya va siendo un poco cansino ocuparse de esos obispos trabucaires habituados a arremeter contra algunas medidas del Gobierno que no comparten, haciéndoles de paso el caldo gordo a sujetos como Zaplana o Acebes. Pero las declaraciones del cardenal primado de Toledo el domingo pasado, cuando tocaba hablar de las Bienaventuranzas, exceden ya todos los límites. En un pasaje de esas declaraciones brilla por derecho propio la gran agudeza mental de esta gente, cuando dice: "Nuestra exhortación no procede de error o de motivos turbios, ni usa engaños, y lo predicamos no para contentar a los hombres, sino a Dios, que aprueba nuestras intenciones". Nada más natural: se inventan un Dios a su medida, que no puede por menos que estar de acuerdo con cualquier atrocidad que se les ocurra, como buena criatura suya. Pero ocurre que como Dios tiene la sensata precaución de no manifestarse jamás, ni para lo bueno ni para lo malo, cualquier cantamañanas puede jurar que habla en su nombre, a sabiendas de que no habrá de ser desmentido jamás, lo que autoriza a los obispos a bramar que no callarán jamás tampoco. Así las cosas, se ve que hasta las trolas injuriosas de Federico Jiménez Losantos están pactadas con el Altísimo por mediación de la cadena de radio de los obispos, que, o mucho me equivoco o financiamos en buena parte todos los contribuyentes españoles y algunos miles de extranjeros de obediencia no muy católica en materia religiosa. También Dios se equivoca, pero siempre a favor de sus obispos.
Volviendo al terreno estrictamente humano, porque aquí todos somos humanos, incluidos César Vidal, Pedro Yihad Ramírez y García-Gasco; cosa distinta, y susceptible de tratamiento médico, es que algunos se crean divinos. Hay otro parrafito en la declaración que se las trae: "La Iglesia no callará jamás la palabra de Cristo, no la silenciará a pesar de los poderes de este mundo que quisieran silenciarla o verla reducida a los espacios sacrales". Hombre, si se me pone usted así de cabreado, vamos listos. Primero, porque la palabra de Cristo, o la versión que los obispos prefieren de ella, es tan contradictoria y estrafalaria como cualquier otra expresión redentorista de la experiencia humana, esto es, un cúmulo de despropósitos. Segundo, porque no se conocen fehacientemente poderes distintos de los que culebrean en este mundo, de lo que constituye un buen ejemplo la muy humana actitud de lo más florido de los obispos, y tercero porque es precisamente la insuficiencia recaudadora de los "espacios sacrales" lo que lleva a la Iglesia a convertir cualquier otro lugar en púlpito privilegiado de su aparatosa como caprichosa colección de obsesiones restrictivas.
Lo que más sorprende de todo esto es que no se alcanza a comprender en qué reside exactamente la fuerza que los obispos creen tener a su disposición, más allá de lo que consiguen de los presupuestos públicos. ¿Amedrentar al personal? Pero, hombre, si ya casi nadie cree en lo que hace, cómo va a temer que su vida concluya en otro Infierno. Excomulgar cuando ya casi nadie comulga tampoco parece una amenaza susceptible de acoquinar a nadie. Y en cuanto a las llamadas a la rectitud de conciencia, que convoquen a capítulo a sus banqueros, a sus pederastas, a sus profesores de religión que atemorizan a los niños con las expectativas más atroces. ¿En qué reside, pues, la fuerza que se atribuyen? ¿En qué? En su patética, humana desconsideración.
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