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Columna
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El factor humano

Durante una conferencia que dio en San Sebastián, Manuel Vicent se preguntaba hace poco -en un tono difícil de describir, entre afilado y desolado- qué tienen que decir los informativos de la televisión para que el espectador deje de hacer lo que está haciendo; qué clase de noticia tiene hoy la capacidad para impresionar tanto que interrumpa la actividad cotidiana. Esta interrogación nos coloca inmediatamente en el centro de una realidad y de una duda. Las dos incómodas o inquietantes. La realidad es que nuestras comidas o sobremesas coinciden en horario con los informativos televisados que nos ofrecen de un modo explícito, inequívoco, el hambre y la miseria de otros mundos. En fin, que comemos rimados mayormente con el dolor ajeno; que seguimos comiendo o sesteando o conversando o componiendo sin pausa la gestualidad de una vida normal, a pesar de los cadáveres en Bagdad o Nairobi, las chabolas arrasadas, los escombros o las expresiones de desamparo reflejadas en tantos rostros. La duda tiene que ver con la sustancia misma de lo humano. ¿De qué hablamos cuando hablamos hoy de humanidad? ¿En qué rasgos y en que estado se encuentra?

La polémica por la demanda del conductor muestra la capacidad de indignarse de la sociedad

La demanda que a un conductor se le ocurrió interponer contra los padres del joven al que había atropellado mortalmente ha sido, sin duda, la noticia de los últimos días, la que ha acaparado una atención mediática más transversal y sostenida. Yo creo que el éxito -en todos los sentidos, puesto que la demanda ha sido finalmente retirada- de esta historia tiene mucho que ver con la pregunta de Vicent y la interrogación sobre lo humano. El suceso ha acaparado la atención, ha interrumpido, o variado al menos, el curso informativo habitual porque ha rozado los límites de lo humanamente aceptable. Porque ha dibujado en el paisaje de las ideas, valores y emociones ciudadanos una raya y una señal de peligro, un "no traspasar" para no situarse en ese espacio tan flagrantemente injusto, tan exento de empatía, solidaridad, compasión, conexión con el dolor humano; tan indiferente con el sufrimiento perfectamente imaginable de los padres de Enaitz Iriondo. Yo creo que esta historia ha sido tal noticia porque es una buena noticia, en el sentido más esencial del término: como indicio palpable, confiable, de que nuestra sociedad no ha perdido la capacidad de indignarse ni de desplazarse hasta el lugar de otro. Y metidos en el pensamiento en positivo, sólo hace falta que, ya que se ha despertado o despabilado esa energía empática, se aplique a más y más asuntos.

Esta historia contiene además otro aspecto particularmente ilustrativo y aprovechable. Alguien que reclama a unos padres la reparación de los daños causados en el coche por el cuerpo de su hijo fallecido, clarea una nada tranquilizadora escala de valores o prioridades, una preocupante actitud ante la vida, es decir, también ante el volante. Y coloca el centro de los problemas del tráfico, de nuestra aún escandalosa siniestralidad, donde creo que tiene que situarse: en el factor humano. Porque entiendo que no acabaremos con la sangría del asfalto a menos que todas las intervenciones preventivas empiecen por ese principio, por la necesidad de que quien quiera obtener o conservar el permiso de conducir acredite, a través de las evaluaciones pertinentes, un perfil ético-empático fiable.

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