La prueba Mahler
Eiji Oue en el Auditori, este fin de semana, al frente de la OBC, de la que es titular. En cartel, un programa "grande": la Novena de Mahler (mañana se repite en la misma sala, pasado mañana viajará a Lleida y el 1, 2 y 3 de febrero se pondrá en Madrid).
Grande, muy grande esta sinfonía del compositor austriaco (1860-1911): una auténtica "novela enciclopédica", una "cosmogonía", por emplear los términos de Eugenio Trías en su magnífico ensayo dedicado a este creador en El canto de las sirenas (Galaxia Gutenberg). Mahler es la ocupación del espacio, como gran ejecutor de la palabra de Gurnemanz, el guardián del Monsalvat parsifaliano: "Aquí el tiempo se vuelve espacio". Mahler se toma el mandato al pie de la letra y, disciplinadamente germánico, ocupa todos los espacios de una tacada: la música de cámara, la de café, la popular -incluida la más desagradable, de gran rendimiento expresionista-, la culta -con citas a los grandes maestros del pasado que a veces sólo él entendía. Todo ello dentro del sinfonismo desmesurado -y caro: viene del norte- que habían implantado Wagner y Bruckner y que había sido asumido como canon posromántico. En fin, un lío tremendo. Mahler es un compositor que nombra su primera sinfonía Titán y la segunda, Resurrección. Ya entienden a qué me refería cuando hablaba de ocupación del espacio: una sublimación que a menudo incurre en la egolatría.
GUSTAV MAHLER
Sinfonía número 9, en re mayor. Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya.
Dirección: Eiji Oue. Auditori de Barcelona. Barcelona, 25 de enero.
La Novena es una prueba mayor para una orquesta porque solicita absolutamente todos sus recursos: elasticidad humilde para reducirse a grupo de cámara, engreimiento suficiente para asumir la plenitud sinfónica, emotividad a raudales, ironía, inteligencia crítica y también, vamos a decirlo, buenas dosis de quincallería modernista. La Novena narra eso, el hombre al que le ha sido diagnosticada una enfermedad cardiaca -y cuya mujer le acaba de abandonar por el arquitecto Walter Gropius- que reflexiona sobre la vida y la muerte, el gran ciclo de todo gran relato. Y así se cuela en la narración ora un ländler en el segundo movimiento, una grotesca marcha popular que desemboca en un vals decadente, ora un rondó clásico en el tercero, que se convierte en una risotada carnavalesca y trágica, como una figura de Klimt. Todo para desembocar en el más doliente -junto con el de la Quinta- de los adagios: el Titán se estaba muriendo.
Muchas cosas. Demasiadas. De la dirección de Eiji Oue lo que más destacaría es el buen trabajo por secciones: vibrante el metal, precisa la percusión, envolventes la cuerda y la madera. Y lo que menos, justo lo contrario, el sentido de conjunto. Cierto, la desmesura de la obra (1 hora y 20 minutos) no ayuda a encontrarlo e invita a perderse en aspectos pintorescos: a mí me daba la risa cuando Oue, que es de talla pequeña, se llevaba el puño al flanco y blandía la batuta cual florín de estoque en el ländler. La herencia Bernstein, de quien Oue fue discípulo, lleva a excesos, aunque también a grandes virtudes: el balanceo de los brazos dejados inertes para que el sonido circule de un lado a otro, o la empuñadura de la batuta con las dos manos reclamando el desbordamiento del pathos son sin duda grandes gestos que el maestro americano ha legado ya a la posteridad.
La orquesta en consecuencia sonó mejor por secciones que en conjunto. Correcta, no exaltante. Aunque no creo que sea culpa suya. El conjunto cumple sobradamente en prestaciones con el servicio social que debe devolver a la ciudadanía, y el Auditori lleno del pasado viernes lo demostraba. Es decir, la gestión es escrupulosa y correcta, pero el proyecto que debería enardecer los ánimos no aparece. En fin, al Barça y a la Generalitat les pasa lo mismo.
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