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Columna
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Azúcar y caña

Anótenlo. Creo que he descubierto una herramienta conceptual fabulosa. Verán, el otro día leí en un suplemento dominical que hacer algodón de azúcar era la cosa más fácil, bastaba con tener... ¡una máquina para hacer algodón de azúcar! La idea me pareció brillante y de sencilla generalización. ¿Que quiere usted construirse un coche? Tirado. Basta con que posea una cadena de montaje con su personal y sus piezas. Y si quiere convertirse en un broker que haga historia no tiene más que contar con cinco mil millones de euros y ponerse a jugar a una suerte de cara y cruz mundial. Reconózcanlo, el procedimiento para fabricar algodón de azúcar abre amplísimas perspectivas epistemológicas, me atrevería a decir. No sólo en el campo de la tecnología o de la ciencia, sino también de las disciplinas humanísticas. ¿Que quiere escribir un best-seller? Sencillísimo. Contrate a un escritor de eso, porque el problema no radica en que tenga que pagarle una millonada, ¿verdad? La verdadera cuestión está en otra parte, en saber si uno puede hacer lo que quiera, y la respuesta es sí.

No hay democracia si uno no puede poseer su maquinita de algodón y hacer con ella lo que quiera

Lo de los medios es pecata minuta. Basta con que reduzca su nivel de ambición al nivel de su tesorería. ¿Que quiere disponer de zapatos indestructibles? Cómprese unos corrientitos en un chino y no los use. Verá cómo duran más que usted (sobre todo porque a lo mejor se desangra por los pies). Aunque donde el descubrimiento muestra sus cualidades portentosas es en la política. Sabido es desde antiguo que una manera de asegurarse un escaño o una mayoría pasa por tener una maquinaria electoral bien engrasada, no habiéndose hallado aún lubricante mejor que la pasta. Con ella se puede untar a quien haga falta. Bien, ya sé que eso está vedado, circunstancia que habla menos a favor de quien la ha prohibido que de la elegancia del procedimiento, elegancia sólo comparable a la del pucherazo.

Pero no quiero crearles falsas ilusiones ni caer tan bajo como para mencionarles otra máquina cazavotos muy potente aunque inferior a la expuesta: consistiría simplemente en prometer el oro y el moro, o sea, ventajas personales traducibles, lo siento, en dinero contante y sonante, por lo que no sé yo si... (en fin, no sigamos por ahí).

La verdadera grandeza del Método del Algodón de Azúcar se muestra en casos como el de quien preside, por ejemplo, un Parlamento. Pongamos por caso que el individuo en cuestión trata de imponer su voluntad pese a que hay unas reglas de juego que se lo imposibilitan. ¿Qué hacer? Retorcer unas hasta el punto casi de ruptura y obviar otras arguyendo que en su máquina de fabricar algodón de azúcar no entra más que lo que él quiera que entre, siendo imposible, claro, que entre un oso polar, que también es blanco, por lo que sólo habría que espolvorearle el azúcar y darle unas vueltas para que se adhiriese a su pelaje algodonoso. Quién duda que quedaría estupendamente, pero hay máquinas en las que no entran los osos polares, perdone usted que le diga, yo ya quiero, pero no puedo.

Desde luego, merecida tienen cualquier cosa quienes no comprendan a este hombre y le condenen, porque no hay democracia si uno no puede poseer su maquinita de algodón y hacer con ella lo que le venga en gana. ¡A la calle, demócratas! ¡Fuera los jueces bajos en azúcar, digo en criterio independiente! ¡Ánimo, Juan Mari, enséñales tu algodón! ¡Viva el eusko-azucarero!

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