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Columna
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Héroes

No es mucha la distancia que separa los actos heroicos de las miserias humanas. Valle-Inclán quiso renovar el teatro contemporáneo convirtiendo a los héroes trágicos en títeres de barracón de feria, zarandeados por la tristeza cómica de una realidad esperpéntica. Cuando el aplauso de los corazones nobles está a punto de reconocer una hazaña, irrumpe la carcajada de los cínicos para imponer su ley y dejar al mundo más humillado. El juez Gómez Bermúdez cumplió de forma modélica su papel en el juicio del 11-M. Las numerosas dificultades políticas, mediáticas y humanas no consiguieron romper los mástiles de una nave herida que necesitaba llegar a buen puerto. Poco después de desembarcar, un libro inoportuno de su mujer, una periodista impaciente, fue la cáscara de plátano que echó por tierra el paso firme del capitán uniformado, caído y ridículo ante los ojos de la tripulación. El pasado miércoles, un joven de 24 años consiguió salvar en Málaga a siete personas cercadas por los humos y las lenguas de fuego de un incendio. La vida de un grupo de inmigrantes temblaba en el tercer piso de un edificio de Monte Pavero, una barriada castigada por esa catástrofe cotidiana y totalitaria que es la pobreza. El héroe escaló la fachada, subió rejas y terrazas, derrotó a la asfixia, salvó primero a los niños y después completó su proeza ayudando también a los mayores.

El amor y el odio conviven en el ser humano. Perdemos la cabeza por bondad y por cólera. Hay momentos en los que la necesidad de salvar al que sufre hace que nos olvidemos de nosotros mismos, que arriesguemos nuestra vida en nombre de una causa justa y ajena. El héroe de Málaga se lo explicó a los medios de comunicación, contó su hazaña, la repitió una y mil veces ante los medios de comunicación, se prestó a repetirla conforme iban llegando los periodistas, y las cámaras pudieron recoger, a gusto del consumidor, la agilidad saltimbanqui con la que el héroe subía y bajaba por los balcones como un bombero feliz en una pantomima de títeres. Lo peor no es que le haya enseñado el camino a futuros ladrones. Lo peor es que se ha negado a sí mismo, que ha desbaratado su hazaña, porque parece que no fue para tanto, que no se jugó la vida, o que se la jugó sin una conciencia clara de los motivos humanos de su riesgo. Quizá todos los héroes ocultan en el interior de su alma un figurón, un pobre demonio que necesita el aplauso de la concurrencia para sentirse feliz. La desgracia es que muchos medios de comunicación entienden su trabajo como el ejercicio de sacar a la luz el figurón que llevamos dentro, sin atender los aspectos más nobles de nuestra realidad.

Por eso el mundo, contemplado en frío, se transforma cada vez más en un fuego ridículo, en una tragedia sin emociones, en una barbarie sin héroes. Los pueblos son asediados, devorados, aniquilados, sin que las leyes internacionales y los derechos humanos sean más que payasos impúdicos delante de una cámara de televisión. Y los votantes son convocados a las urnas como payasos, dispuestos a subir y bajar por los balcones de su voto sin una conciencia clara del motivo de sus actos. La vieja ilusión humanista de crecer por dentro, de escalar las alturas de la propia conciencia, tiembla a la intemperie en una calle desierta, es decir, sin medios de comunicación. Los aplausos que no se dan, como los besos, se acaban pudriendo. A uno se le salta la hiel cuando quiere aplaudir, emocionado por la lealtad a la vida, y encuentra de pronto al héroe convertido en un alpinista mediático a la orden de las cámaras. El deseo de seducción es tan viejo como la condición humana, pero hay límites. Vivimos un tiempo en el que los individuos, más que un alma o una conciencia, llevan dentro un medio de comunicación, que ya no es un medio de diálogo, sino una invitación al ridículo. Maldita sea.

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