¡Qué actor!
No está claro si el inmenso negocio publicitario y el trascendente y ancestral ritual que supone la ceremonia de los Oscar va a celebrarse en un año en el que los subvalorados inventores de historias, esa gente que le resulta anónima al gran público y que derriten sus sesos en la épica tarea de escribir guiones, han reclamado su legítimo trozo del pastel a los fenicios dueños del negocio. Pero si llegan al complicado acuerdo es más que probable que Javier Bardem, ese toro hipersensible, ese actor dotado de magnetismo, sentimiento y veracidad, reciba el reconocimiento de Hollywood a su camaleónico talento, a su capacidad para meterse en la piel y en el alma de una heterodoxa galería de personajes.
El terminator que interpreta en No es país para viejos, esa apocalíptica maquina de matar sin sentido de culpa, esa pesadilla monstruosamente real para el que tiene la tragedia de cruzarse con él, inspira tanto terror a sus victimas como al espectador, inquieta e hipnotiza, es un villano integral y memorable, sin alma, indestructible.
Bardem representa la intensidad inteligente, los matices, el latido, la sensación de entrega absoluta. Lo cual no impide que en esa academicista, vacía, imperdonable adaptación de la maravillosa novela de García Márquez El amor en los tiempos del cólera el grotesco maquillaje le aplaste, o que sobreactúe en su histriónica composición del inquisidor retorcido y arribista de Los fantasmas de Goya. Nadie es perfecto, ni siquiera él, uno de los tres actores más impresionantes (los otros, para mi caprichoso gusto, serían José Isbert y Fernan-Gómez) que ha parido el cine español.
Cuando ando en horas bajas y necesito ponerme de acuerdo con la vida, retorno a su genial creación en Los lunes al sol. Ese superviviente broncas y digno siempre me emociona, me hace reír, me transmite vida, resistencia, la obligación de no tirar la toalla.
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