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Reportaje:

Rosser Haute Couture

Desaparece Roser Pujol, la diseñadora que fue gran competidora de Pertegaz

Barcelona ya es decididamente bread and butter. Los tiempos de la fastuosa alta costura quedan lejanos. Tan sólo Manuel Pertegaz, que este año cumple los 90, sigue trabajando para algunas contadas y fieles clientas, ricas y delgadas, como a él le gustan. La edad no importa. El pasado 18 de diciembre moría Roser Pujol en Barcelona a los 88 años. Pero la señora Pujol no pertenecía a la pudiente cartera del celebrado modista de Olba, sino que era una de sus grandes competidoras.

Roser Pujol Canamasses nació en Sallent en 1919, aprendió el oficio en Manresa y se plantó en Barcelona a mediados de la década de 1940. Abrió casa en el céntrico pasaje de la Concepció y triunfó inmediatamente. Iba cada dos por tres a París para comprar glacillas y aprender sus encantos, y allá conoció a Valentino cuando éste hacía de aprendiz con una señora que le explotaba sin piedad; también trató al gran Jacques Fath, que le brindó su amistad y simpatía. Además, Roser Pujol se jactaba orgullosa de que el mismísimo Balenciaga admiraba las magníficas mangas de sus prendas, su corte y su prestancia. El secreto no era muy complejo: un día se fue a la vecina casa barcelonesa del modista vasco, en la calle de Santa Teresa, y a la salida contrató al oficial tailleur por el doble de lo que le pagaba Balenciaga. Ella misma lo contaba triunfante.

Rosser, escrito así con dos eses, como una catalanización de su nombre en catalán mal pronunciado, con el que creó su exitosa marca comercial, era lista, apasionada y estrambótica, igual que sus creaciones. No tenía ningún problema con los gays, al revés, le encantaba contratar a chicos para su taller. "Cosen mucho mejor", reconocía eufórica poco antes de morir.

Al inicio de la década de 1950 ya formaba parte de la Cooperativa de Alta Costura, que hasta entonces sólo albergaba a los cinco grandes: Pedro Rodríguez, Asunción Bastida, Santa Eulalia, El Dique Flotante y un jovencísimo Pertegaz. Muy pronto, el fulgor de Rosser eclipsó a Santa Eulalia y al Dique, y junto a los tres primeros pasaba a ser la más comentada en las crónicas de los desfiles. París, Londres y Sabadell eran los centros donde se proveía de telas, aunque recriminaba a los parcos laneros vallesanos la limitada calidad de sus productos. Contó siempre con la colaboración de su inseparable secretario, Pere Valls. Pedro Rodríguez la animaba para abrir casa en Madrid, pero ella nunca lo hizo. La montaña fue a Mahoma y tuvo clientela en toda España, Europa y Estados Unidos. Entre otras estrellas, Ava Gardner adoró sus vestidos de cintura estrecha y enorme vuelo, bordados exagerados y flores despampanantes, escotes abiertos -sobre todo por detrás-, bustos de remarcada estructura geométrica que precedían a Jean Paul Gaultier... En algunas de sus prendas exhibidas a mediados de los años cincuenta en un destartalado club nocturno barcelonés con músicos de jazz incluidos, Rosser se mostraba como una artista op-art avant la lettre, con un temerario juego a cuadros dama del que salía airosa y radiante.

Estudió anatomía porque sabía que hasta a la más bella el tiempo acaba por obsequiarle con algo de chepa y escurrirle el culo, y peleó para preservar la hermosura femenina. No tenía miedo a las curvas ni a los defectos. Tampoco se le caían los anillos para colaborar en la Academia Feli enseñando al público joven las triquiñuelas de la costura. Los años sesenta no le fueron desfavorables, supo subirse al carro de la modernidad pop, naturalmente con el suficiente lujo y la altanería que le eran propios. Después la alta costura se quedó desorientada y huérfana, el prêt-à-porter arrasó y ella se dedicó a poner volantes, pamelas y foulards a sus secuaces con patas de gallo y a vestir de princesas a sus hijas en el día más deseado.

Rosser ha muerto sin ver una anhelada retrospectiva. Del mítico glamour tan sólo queda un cajón repleto de fotografías arrugadas en blanco y negro. Su recuerdo va quedando empañado en las mentes de sus antiguas clientas. Pero las poquísimas veces que, por aquí o por allá, en el fondo de un armario o en una tienda de segunda mano, aparece algún vestido de Rosser Alta Costura Barcelona -sobre todo de los años sesenta hacia atrás-, la fiesta renace y con ella sus deliciosas extravagancias multicolores.

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