Padres e hijos
He visto maltratar en público de palabra y obra a padres y madres, por niños de poco más de dos años hábiles en el puñetazo y el cabezazo pavoroso: quién sabe cuánto pesa la cabeza de un ser de 30 meses aparentemente adorado por sus progenitores. Así que no me extrañan los datos de ese juzgado de menores de Cádiz, que ayer recogía Ana Huguet en estas páginas: se han triplicado en un año las denuncias de padres contra sus hijos. De 15 casos considerados en Jerez en 2006, se ha pasado a 46 en 2007. Los brutos son niños de clase media, con complejo de Napoleón, dice el juez José Miguel Martínez, exigentes, centro del mundo, acostumbrados a recurrir a la violencia como medio para conseguir sus fines, una especie de presidente Bush, diríamos hoy. El principal motivo de bronca familiar son las facturas del teléfono móvil, y las principales acusadas son hijas que atacan a sus madres.
He usado como observatorio restaurantes de la costa turística malagueña, adonde acuden familias de toda España con niños entre dos y seis años. No es que espíe. Es que, por culpa de sus padres, percibo a algunos niños como si fueran un dolor, y, ya se sabe, prestamos atención al punto del cuerpo que nos duele. "La salud es el silencio del cuerpo", decía Susan Sontag. Conozco el estrépito infantil en los locales públicos, y los mayores me sorprenden: tienen una actitud que un extremista llamaría esquizofrénica, entre la despreocupación absoluta de lo que hacen sus hijos y el culto fanático al niño en cuanto el niño los reclama chillando. Ir a un restaurante fue, hace mucho, parte de la educación: uno aprendía a mantenerse en el asiento en buena postura, a comer ordenadamente. Pero ahora es un momento de anarquía infeliz para niños que corretean, saltan, se comen un calamar, gritan y escupen, abandonados en el restaurante como en un recinto amurallado donde, presumiblemente, no hacen daño a nadie.
Son niños únicos entre padres, abuelos, tíos, parientes, amigos, extasiados todos ante el bello monstruo minúsculo, y absolutamente despreocupados mientras el encanto confraterniza con otros ángeles de su tribu. Son, por lo que veo, niños prepotentes, irascibles, casi siempre descontentos, aunque sus mayores procuren darles la menor satisfacción que exijan, quizá menos por amor al niño que por amor propio de adulto que quiere que lo dejen tranquilo. Y, para estar más tranquilos, recurren hoy los padres al teléfono móvil y, para controlar al niño cuando crece, le dan un teléfono en nombre de la seguridad personal del joven indefenso. Lo que es un deseo del niño, su primer teléfono móvil, los padres lo disfrazan de deseo de control paternal.
Parece que el móvil amplía la experiencia, personalidad y felicidad de sus usuarios. Pone el mundo al alcance de la mano. El filósofo Maurizio Ferraris, en su libro Dove sei? Ontologia del telefonino (¿Dónde estás? Ontología del teléfono móvil), ha visto el telefonino, más que como un aparato para hablar, como un máquina de escribir y leer con usos íntimos, comerciales, meteorológicos, astrológicos, gastronómicos, musicales, fotográficos y cinematográficos, acceso a Internet y la televisión. Controlar a los hijos sirve para perderlos en el inmenso universo que cabe en el móvil, mundo perentorio, estridente, interrogador, ¿dónde estás?, que mantiene al usuario siempre en contacto con alguien, siempre en el instante presente, nunca a solas con la memoria y la reflexión, dos cosas solitarias y silenciosas, poco activas, poco prácticas, poco útiles.
Antes el niño llegaba a una edad en que se le reconocía uso de razón, hoy llega el momento en que se le regala un teléfono móvil. Cuando se recibe en la casa la cuenta del teléfono, los padres recuperan por un rato el contacto perdido con sus niños queridos: gritos, llanto, enrojecimiento facial, la mano alzada larga e infantil, el puño ya crecido, el cabezazo.
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