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Aborto: lo que 'protege' el Código Penal

Lo malo de los problemas mal resueltos es que nunca abandonan la escena como problemas. A lo que se une el hecho de que las soluciones a medias irrumpen en ésta de un modo que contribuye a agudizarlos. Tal es lo sucedido con el deficiente tratamiento legal del aborto, que, sin dar una salida satisfactoria al drama de las mujeres presa de embarazos no deseados, actúa sobre ellas en forma de una brutal amenaza sobrepenalizadora.

La torpe reducción de un hondo conflicto existencial a delito, presto a ser usado para calentar algún tipo de opinión - y, con mayor o menor intensidad represiva, en función de que exista o no un sujeto policial o judicial más o menos activable a tenor de ciertos presupuestos ideológicos- es algo abierto a manipulaciones oportunistas y generador de inseguridad jurídica.

La persecución penal del aborto nunca ha operado a favor de la vida

El aborto es un verdadero universal en la historia de la humanidad. Para los aficionados al historicismo escatológico, diría que más antiguo que la Iglesia y el Estado y que los sobreviviría. A despecho del atávico ensañamiento persecutorio de la primera mediante el uso instrumental del segundo. Y a pesar también de esta triple evidencia.

Primero: no existe el aborto-deporte, así, ni hay ni nunca hubo riesgo de que la adopción del sistema de plazos pudiera alentar la expansión del fenómeno; que, sin embargo, conocidamente se nutre de la acción obstaculizadora de las diversas formas de contracepción (de vieja estirpe eclesial).

Segundo: la conminación penal del aborto nunca ha operado a favor de la vida, pues la evolución estadística del mismo es impermeable a las vicisitudes de la persecución. Por la razón elemental de que las acciones humanas que responden a una profunda necesidad personal ofrecen invariable resistencia al influjo del Código Penal. Así, resulta que la interrupción del embarazo y la reacción punitiva discurren en paralelo, con patente indiferencia de las cifras de la primera al desarrollo de los índices de criminalización. De donde se sigue una aleccionadora consecuencia: si la persecución penal del aborto no es realmente útil para proteger embriones no deseados, haciendo que lleguen a término, entonces es sólo un conjuro. (Algo que, por afinidad subcultural, explica el encendido fervor que suscita en ciertos medios religiosos). Pero, ojo, un conjuro que sólo sirve para añadir sufrimiento al sufrimiento, en especial en las mujeres con más bajos niveles de renta, las más expuestas.

Tercero: la opción del aborto-delito tal como aparece acogida en nuestro Código Penal (¡el "de la democracia"!) favorece, paradójicamente, la forma de empleo mágico-religioso a que acabo de aludir, por lo que sus efectos nada tienen que ver con la defensa de la vida. Ni la futura de los nascituri, ni la calidad de la de las embarazadas a su pesar. Y responde a una filosofía jurídica de fondo que es francamente liberticida y atentatoria contra la dignidad de éstas. Porque los códigos de los Estados constitucionales no imponen a nadie, por vía de obligación ni de pena, gravámenes que comprometan tanto la autonomía moral y social de la persona, como el representado por una maternidad coactiva, con todo lo que ésta implica.

No tengo la menor duda de que el aborto es un mal. Y por eso, creo que hay que poner a contribución todos los esfuerzos constitucionalmente legítimos en una sociedad pluralista, para reducir su incidencia. Y esto es algo que no se hace con agitaciones y cruzadas como las emprendidas y azuzadas, tan oportunamente, por algún movimiento político-religioso. Y tampoco con actitudes como las de la derecha política en la materia, que demoniza el aborto (o el divorcio, o el matrimonio homosexual: lo que toque) cuando son otros quienes lo llevan al BOE (aunque sea de forma harto insatisfactoria en el caso del primero); para mantenerlo luego de manera vergonzante si es ella misma quien gobierna. A sabiendas de contar con el no menos vergonzante silencio eclesiástico... hasta que convenga tácticamente cambiar el paso.

Como he recordado alguna vez, Quintano Ripollés, prestigioso penalista y magistrado conservador, escribió hace cuarenta años: "Fuera del mantenimiento del crimen de aborto como la destrucción de la obra divina que es toda criatura humana, las demás razones son bien poco convincentes, cuando no abiertamente cínicas". Y, en efecto, tenía razón Quintano: algo hay de cinismo. También en el caso del legislador, que tal vez pueda engañar, pero no engañarse. Porque cuando, como ocurre, la OMS contabiliza anualmente en el mundo algo así como medio centenar de millones de abortos, es claro que lo que aquél tiene delante no es la opción entre aborto sí o aborto no, sino sólo decidir qué tipo de aborto quiere propiciar: el clandestino y, con frecuencia, séptico, o el regular realizado en las mínimas condiciones de dignidad y de salubridad para las que tienen que padecerlo.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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