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Columna
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Apuremos la convergencia

Galicia va desterrando lentamente su apariencia 'choromiqueira' con las nuevas generaciones

Sólo algún rancio discurso ultraliberal encomienda al tiempo el logro de la convergencia regional, como si un misterioso automatismo gobernase el avance económico de las distintas sociedades. A lo más, cabrían políticas desregulatorias y de inversión en infraestructuras. Sin embargo, la evidencia de los hechos se ha ido imponiendo y hoy nadie, en su sano juicio, defiende doctrinas tan optimistas, tan esquemáticas y sin más amparo empírico que el de los dioses.

Dando un gran salto en la historia de las teorías económicas, es de subrayar cuán cómodos nos encontramos muchos economistas releyendo a Schumpeter, aquél austríaco insuperable en "épater les épateurs des bourgeois". Atracción que reside, sobre todo, en su concepción vanguardista de la innovación, antecedente del moderno análisis del cambio tecnológico. Y es el caso que el capital humano constituye el vector esencial de la innovación, derivando en creatividad, sustancia indispensable del crecimiento.

Si observamos lo que va pasando en el mundo desarrollado, llegamos a una conclusión bien contrastada: los entornos abiertos y creativos atraen a los individuos inteligentes, que acaban por originar un plus de innovación y de diversidad, pudiendo entrañar una dinámica virtuosa de crecimiento. La atractividad de los territorios, en fin, prefigura su nivel de competitividad.

Cabría una matización que resulta del mayor interés, cual es la de que es posible incorporar -y puede llegar a ser indispensable- la formación, siempre y cuando pongamos todos los medios por acumular y retener a los formados. Esas promociones de jóvenes egresados de universidades y centros de educación profesional pueden ser imprescindibles a la hora de cebar la bomba de la fuerza motriz innovadora, encargados de edificar el espacio de atractividad del que hablábamos.

Sin embargo, la acumulación de capital humano es poco eficiente en ausencia de la correlativa formación de capital social. Y ello porque este capital es un elemento fundamental de la vertebración de los países, de la generación de valores compartidos, de la viabilidad de una sociedad civil dinámica y creadora.

Galicia, cuya imagen exterior, y probablemente interior, ha sido secularmente definida por coordenadas chorimiqueiras, va desterrando lentamente esa apariencia, abanderado el cambio por las nuevas generaciones y por contadas experiencias empresariales multinacionales. Ha de profundizarse, pues, en una renovada personalidad de nuestro territorio, una identidad abierta y más arriesgada, de tal manera que el dicho anglosajón "people make the difference", sea en nuestro caso representativo de una manera moderna de ver el mundo. En esa mutación han de intervenir individuos y sociedad, gobierno y empresas, sindicatos y las más variopintas instituciones. Una de las claves estará en interiorizar lo que la reciente Ley de Educación hizo suyo: el espíritu emprendedor. Las empresas crean empleo y también país.

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Ese contexto evolucionado de mentes y territorios es producto -y, a su vez, inductor- del sumatorio de muchos talentos. Cuando la creación y la explotación de los conocimientos es la base actual de la competitividad, el capital humano se convierte en materia prima estratégica, con una importante capacidad de contagio al tejido socioeconómico. Hoy en día, esto es lo más parecido a una fructífera revolución, cambio profundo necesitado de liderazgo.

Al repasar los presupuestos de la comunidad autónoma se encuentran pinceladas que van en esta dirección. Me atrevería a decir que con timidez, pero ya se sabe que gobernar es más complicado que formar juicio o jugar a dar consejos que nadie pide. Pero sería bueno que el presidente optase con decisión por esta filosofía que en síntesis exponemos aquí, liderando una política que no siempre es deudora de recursos financieros.

Una convicción vigorosa es más fácil de transmitir al cuerpo social que un salir del paso diletante y temeroso. Y cuando se viene de ideologías fuertemente intervencionistas, el síndrome de abstinencia puede superarse con provecho poniendo el sector público al servicio de una nueva concepción del crecimiento. Volvamos a Schumpeter, cuando decía: "Aunque avancemos despacio debido a nuestras ideologías, no podremos avanzar sin ellas". Quizá merecería añadirse: que su compañía no sea totalmente estéril.

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