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Columna
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Investigación y realidad

El pasado 5 de diciembre, en un artículo que se publicó en este diario con el título Las Nuevas Enfermedades, realicé unos comentarios favorables como consecuencia de la puesta en marcha, por parte de la Consejería de Empleo, de una red de centros dedicados al estudio e investigación de los riesgos laborales. Era y es una apuesta totalmente atinada en cuanto que, en una sociedad industrializada como es la nuestra, cada vez son más frecuentes no solo los accidentes de trabajo en sentido estricto sino otros que, estando íntimamente unidos al trabajo, su aparición se debe a la forma en la que se desarrolla el trabajo. Situaciones de estrés y de violencia laboral, que se reflejan en los casos de acoso sexual y laboral, en los ambientes de trabajo son cada vez más frecuentes. De ahí la oportunidad y acierto de esta red de centros de investigación que se desarrollan en colaboración con la universidad. Entre estos centros destacaba, muy especialmente, el Laboratorio-Observatorio Andaluz de Riesgos Psicosociales en la Universidad de Jaén, dedicado al estudio de enfermedades que se provocan no por el trabajo, sino por un ejercicio de dirección abusivo y perverso y que, por las propias condiciones en las que se desenvuelve, hace que sus autores disfruten de una cierta impunidad. Se trata de una investigación, pues, que cuenta con una doble garantía, como son la presencia en la investigación de la administración pública y la universidad.

Sin embargo, y pese a esta doble garantía, no se puede desconocer que ni una ni otra, por el hecho de serlo vacunan ante este tipo de conductas; conductas atentatorias contra la dignidad y la salud de los trabajadores que pueden darse y se dan en una y en otra. Es algo normal. Lo que ya no es tan normal es que la universidad, y algunos centros públicos, sean los centros en los que estas conductas aparezcan con mayor incidencia. Y, así, leo esta semana, y en este mismo diario, que, según la Universidad de Sevilla, el hostigamiento laboral carece de datos reseñables en su seno, cuando según las estadísticas generales es en la universidad y en los centros sanitarios donde se producen más este tipo de casos. Una afirmación que se acompaña con la situación en concreto que ha sufrido y viene sufriendo una profesora de del departamento de la Facultad de Bellas Artes en Sevilla que ha determinado su baja laboral, en la que continúa. Una conducta cuya realidad ha sido puesta de manifiesto por sentencia.

Ante estas situaciones, en las que por un lado la propia universidad actúa como catalizador de estudios que permitan dar mejores respuestas a las causas y origen en los casos de violencia laboral, al tiempo que se conoce también en la propia universidad, se generan este tipo de casos, sería totalmente necesario que, dejando a un lado hipocresías y protecciones, se actuara con eficacia y transparencia. Ni la universidad, ni la administración pública, pueden hacer prácticas de laboratorio y dejar que el germen de la violencia laboral campe a sus anchas. Algo que, si bien en algunos caso puede ser difícil de corregir, en otros, como es el esta profesora, no debería ser difícil de corregir. Hay una sentencia que reconoce esta realidad, por lo que la propia universidad no debe mirar para otro lado, y sí actuar contra aquella persona o personas cuya conducta haya provocando una de esas nuevas enfermedades a las que también ahora se dedica a investigar para buscar soluciones y respuestas a situaciones de indignidad.

No obstante tengo la impresión, como en tantas cosas, que, a veces, se confunde institución y personas, de suerte que protegiendo a éstas se protege aquélla. Un error del que resulta difícil salir, y muchos ejemplos hay en política. Tal vez, si alguna vez se sale de este círculo, puede que sea posible que no necesitemos justificarnos con redes de centros de investigación para estudiar unas enfermedades que se extienden por la impunidad de sus autores, que es la que hay que erradicar, pues se dan tanto en el ámbito privado como en el público.

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