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Columna
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El futuro y el miedo

Josep Ramoneda

"Del miedo al futuro a la esperanza de futuro", el discurso de Barak Obama podría muy bien resumirse en este eslogan. Venimos de un largo periodo en el que cualquier idea de cambio se ha asociado con propuestas de restauración: autoritarismo frente a autoridad, disciplina frente a iniciativa, seguridad frente a libertad, obediencia frente a responsabilidad, raíces frente a morada, individualismo frente a autonomía personal, creencia frente a razón crítica. La fascinación de algunos sectores occidentales por el modelo chino -autoritarismo y eficiencia a cualquier precio- ilustra bien este paradigma. Desde estas premisas, el mundo global ha ido tomando la forma de una habitación sin vistas, de un enorme espacio con las ventanas cerradas al futuro, que sólo entiende de presente continuo. Resulta sintomático que, de pronto, aparezca un candidato a la presidencia de Estados Unidos que vuelve a colocar el futuro en el horizonte ideológico; es decir, que retoma el desprestigiado discurso del progreso.

Obama ha hecho emerger unas señales de cambio que dan razones para pensar que podríamos estar al final de una época

No sé hasta dónde llegará Barak Obama, los recursos de los poderes fácticos en la política norteamericana, como en todas partes, son infinitos. Y Obama tiene ante sí, como primer obstáculo, el tándem Clinton, que aúna la autoridad personal de Hillary, el capital político de Clinton, recordado por muchos como un gran presidente, y la experiencia en el uso de todos los resortes del poder y de la política, los nobles y los marrulleros, de una pareja que las ha visto de todos los colores. Pero, sea cual sea el final de la aventura de Obama, su presencia ha hecho emerger unas señales de cambio que dan razones para pensar que podríamos estar asistiendo al final de una época, en la que la insolencia y el miedo han hecho estragos. La guerra de Irak ha sido una gran humillación para muchos norteamericanos. Millones de ciudadanos que estaban disconformes con ella han tenido que aguantar estoicamente, en nombre de la unidad patriótica, que en Estados Unidos genera violentísimos espirales del silencio, una serie de decisiones, justificadas por la lucha contra el terrorismo, contrarias a los valores liberales de la sociedad norteamericana, destructoras de derechos básicos y causantes de un desprestigio político y moral de Estados Unidos, en algún sentido superior al de la guerra del Vietnam. Estos ciudadanos, por fin, encuentran la posibilidad de expresarse. Y Obama les ofrece una oportunidad de hacerlo sin revanchismo ni resentimiento. Simplemente, poniendo rumbo al futuro.

Al mismo tiempo, el eco que Obama ha encontrado confirma el fracaso de la revolución conservadora de Bush, que en su día puso patas arriba al mundo y dividió profundamente a Europa. La mezcla de idealismo ideológico, pulsión bélica y defensa de los intereses del sector de cercanías de la familia Bush, que Estados Unidos ha paseado como gran restauración conservadora, ha quedado para el desagüe. La propia Administración de Bush ha intentado la vuelta al realismo político para intentar salvar los últimos meses de su mandato.

Pero el malestar que el éxito de Obama puede expresar, no es una cuestión estrictamente norteamericana. En el mundo global, la sentimentalidad política está hecha de flujos que saltan rápidamente de un lado a otro. La negación del futuro, a partir de la caída del muro de Berlín, que, no lo olvidemos, cayó hacia los dos lados, no ha sido exclusiva ni de los conservadores en particular ni de la derecha en general. La izquierda ha tenido una contribución decisiva a la tarea de murar cualquier ventana enfocada hacia el mañana. En definitiva, lo que demanda un sector de la población norteamericana a Obama es lo mismo que demanda un sector de la población europea a una izquierda demasiado empeñada en mimetizar a la derecha: sentido. Es probable que la vida no tenga sentido, pero el sentido es necesario para la vida, en general, y para la política, en particular. El sentido es un juego de señales que permiten crear espacios compartidos, sin merma de la autonomía personal, y esto debería ser lo propio de la política. Cuando lo único que se nos dice del futuro es que pinta catastrófico, la urgencia de reinventarlo es casi una necesidad de supervivencia cultural.

Naturalmente, la larga historia de los proyectos de futuro obliga a todo tipo de reservas y cautelas. Todos sabemos las atrocidades que se han cometido en nombre de utopías, de promesas definitivas, de sociedades ideales y perfectas, ya sea en el cielo o en la tierra. Y las que se siguen cometiendo sin cesar. Por eso es deseable que el futuro tome la forma de proyecto y no de promesa. Es decir, que rechace tanto el adanismo, la idea de que con nosotros alumbra un tiempo nuevo que hace inútil todo lo anterior, como la ruptura. Todo proyecto de futuro digno de este nombre, se asienta sobre la realidad de partida.

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El síntoma Obama nos interpela a todos, también a los europeos. De hecho, a su manera, la última campaña electoral francesa se puede inscribir en esta misma demanda de romper las ligaduras que han acabado convirtiendo a la política en un obstáculo para el progreso. Por más que de momento haya más teatro del cambio que cambio real, tanto Sarkozy como Royal pretendían responder a una voluntad de apertura a nuevas formas de cultura política.

Hace 40 años, las distintas revoluciones del 68 hirieron de muerte a las culturas autoritarias de ambos bandos de la guerra fría, y abrieron las puertas de la llamada transición liberal que culminaría en 1989 con la victoria de la democracia liberal en la guerra fría. Quizá estemos en los momentos previos a un nuevo cambio de paradigma. El sistema de señales que emergió del fin de la guerra fría se ha agotado. Hoy, el peso de la ideología del miedo y la convicción de que el poder político ha cedido toda capacidad normativa al poder económico hace que muchas sociedades sucumban a la indiferencia. La derecha recurre a la eterna repetición de lo mismo y la izquierda europea no parece tener otra respuesta que la gestión. ¿Una vez más lo nuevo viene de América?

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