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Columna
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La facción clerical

José María Ridao

La ofensiva desplegada por una parte de la jerarquía eclesiástica durante esta legislatura no es una exhibición de fuerza de la Iglesia, es una expresión de la debilidad de sus promotores. Si algunos obispos ultramontanos han decidido comportarse como agitadores, repitiendo mensajes apocalípticos desde las ondas radiofónicas o las calles, es porque en su espacio propio, los púlpitos, convocan a una exigua minoría de ciudadanos, insuficiente para imponer ningún punto de vista por los procedimientos aceptados en democracia. Estos obispos no han hecho los deberes ni siquiera en el interior de la Iglesia, cuyo nombre no cesan de invocar para ocultar que sólo se representan a sí mismos. Por cada obispo español que se alista en la bandera del integrismo, otro obispo español se mantiene fiel al compromiso alcanzado en la Constitución sobre sus relaciones con el Estado.

La vida y la familia son la coartada para lograr lo que les importa: que el poder político vuelva a estar al servicio de la fe

Aunque por escaso margen, la parte de la jerarquía que está detrás de la actual campaña de agitación fue derrotada en las últimas elecciones a la presidencia de la Conferencia Episcopal. Las próximas dirán si las cosas han cambiado o no a su favor, pero, en cualquier caso, su hipotética victoria debería ser puesta en contexto. Si lograran la presidencia de la Conferencia, podrían hablar legítimamente en representación de los obispos españoles, algo que ahora no hacen si no es como usurpadores. Pero, aun así, no hablarían tampoco en representación de los católicos españoles, porque la Iglesia no tiene por costumbre, que se sepa, consultar a los fieles la elección de sus cargos ni de sus planes evangélicos y, mucho menos, políticos. Si en el primer terreno pueden hacer lo que estimen conveniente, en el segundo, no. La insolente metáfora del pastor y el rebaño tiene sus límites, y éste es uno en el que probablemente los católicos no van a ceder. Pero tampoco los no católicos, puesto que sería tanto como admitir que la voluntad política de unos ciudadanos sea secuestrada por un grupo de varones en hábito talar que se autoproclaman portavoces de quienes no les han dado mandato político alguno.

En cuanto a los mensajes apocalípticos que han lanzado durante esta legislatura, habría que interpretarlos como lo que son: una involuntaria confesión acerca del proyecto integrista que han abrazado, no un pronóstico verosímil sobre los riesgos que supuestamente corre la sociedad española o su régimen político. Con Benedicto XVI se ha instalado un ideólogo en la sede de Roma, un veterano de la Congregación para la Doctrina de la Fe, es decir, la Santa Inquisición, y eso es lo que ha animado a una parte de los obispos españoles a airear consignas como la de que el laicismo radical acaba con la democracia. Se trata de una consigna reveladora porque no pretende oponer ningún laicismo moderado al radical. Tampoco defender la democracia, al menos la que se concreta en la fórmula establecida por la Constitución de 1978. Su propósito es diferente, y consiste en propalar la idea de que el laicismo es en sí mismo una ideología radical. La realidad es exactamente la contraria: el laicismo fue el remedio que algunas monarquías europeas adoptaron durante el siglo XVII para hacer frente a las guerras de religión, provocadas por fanáticos que, como estos de hoy, defendían que el poder político debía estar al servicio de la fe. El laicismo no es, entonces, ni radical ni moderado; sencillamente, regula o no regula las relaciones entre la esfera política y la religiosa.

Al formular la consigna contra el laicismo desde un equívoco deliberado, desde un auténtico pase de trileros que pretende desacreditar el sustantivo adjuntándole un adjetivo desacreditado, el grupo de obispos que se ha erigido en facción clerical quiere colocarse en situación de esgrimir el argumento más preciado para cualquier agresor: poder presentarse como agredido. Esto es, encontrar la manera de convertir sus desmanes en respuesta a unos supuestos desmanes previos. Es así como se entiende que, de pronto, hayan decidido describir la situación en España como un onírico campo de batalla en el que un Gobierno ha partido en guerra contra la vida y la familia mediante leyes que, sin embargo, llevan décadas promulgadas. Si la cruzada emprendida hoy no se emprendió contra otros Gobiernos más afines es porque, en realidad, la vida y la familia son la coartada para alcanzar lo que de verdad les importa: que el poder político vuelva a estar al servicio de la fe. Por descontado, la coartada se activa o no según convenga.

Todo el peligro que encierra el proyecto integrista de la facción clerical lo conjura su condición de minoría, sin duda entre los católicos españoles y, por ahora, en la Conferencia Episcopal. Por eso es, en efecto, una facción. Por eso, además, sus miembros descienden de los púlpitos y actúan como agitadores.

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