KosovosKosovotegi
Leía plácidamente On Chesil Beach, una extraordinaria novela-de-cámara de Ian McEwan, cuando oí que decían algo de Kosovo. Eran, claro está, los altavoces del horror, anunciando la habitual serie de amenazas y elevándonos un nuevo icono en el que poder contemplarnos. Decidí no prestar atención al exabrupto y continuar mi lectura. Julio de 1962, la costa de Dorset en el Canal, un hotel, una playa de guijarros, una pareja de jóvenes recién casados. Edward y Florence se enfrentan a su primera noche de casados y lo hacen con sus temores y sus deseos. Se aman, no tienen duda de ello, pero a ella le espanta el contacto sexual y a él la eyaculación precoz. La noche acabará en fracaso y ellos se separarán sin esperar siquiera al amanecer. Bien, eso es todo. También es verdad que eso no es nada, porque hay que atender sobre todo a la pulsación de las cuerdas. Y a ese sobresalto irónico que se nos revela en la propuesta última de Florence y que contiene en sí mismo la clave de un fresco histórico. Estamos a comienzos de los sesenta, y aunque los protagonistas viven ya algunos indicios de lo que se avecina, el cambio en las costumbres está aún por llegar. La ironía reside en que la virginidad de Florence, y su deseo de seguir siendo virgen y de otorgarle a él la libertad de adúltero -propuesta que indigna a Edward y provoca la ruptura-, abre todas las perspectivas de liberación que van a ser posibles años más tardes, como el propio Edward, cuya vida se ajustará a todos los tópicos vitales de su generación, reconocerá a posteriori. Reconocerá también lo poco perspicaz que fue en aquel momento y la dimensión de su pérdida.
Henos aquí ahora cerrando una vez más el círculo y fabricando
Chesil Beach está en Inglaterra. El problema que centra las inquietudes juveniles de los protagonistas es la bomba de hidrógeno. No, no es el franquismo. Lo que vayan a vivir ellos a lo largo de esa década lo viviremos también aquí nosotros, pero me pregunto si la diferencia entre ellos y nosotros no radicará en que ellos efectivamente lo vivieron mientras que nosotros tratamos de imitarlos, y que lo hicimos agobiados por unos referentes que eran antediluvianos. Chesil Beach y Kosovotegi. Miren por donde, ese encuentro empieza a provocarme extrañas reflexiones sobre la compulsiva presencia de nuestro cinturón de castidad histórico. Cierto que el franquismo acabó, pero, halle o no su justificación en él, queda una sombra que hace que recurran una y otra vez los fantasmas de aquella época, de lo que da claro testimonio nuestro último cuatrienio. Esa sombra es ETA, y nos está haciendo hablar casi como entonces; a unos, al parecer, por vocación, y a otros, porque no nos permite hablar en otros términos. Recuerden que hubo una época en la que el modelo vasqueril era Albania. Y henos aquí ahora cerrando una vez más el círculo y fabricando Kosovos, cuando lo cierto es que todos preferiríamos vivir en Dorset.
Los filokosovares no cejan en buscar la más mínima ocasión para tratar de empantanar el tiempo en que nos retienen. Su empeño por apropiarse de la palabra e imponernos su prosodia es incesante y tratan de conseguir que todo gire en torno al fantasma que aún siguen encarnando. Lo triste es constatar que a veces lo logran y que eso es así gracias a nuestros errores. Envueltos en la retórica del pasado, buscan el signo que la valide y una vez que lo hallan celebran su triunfo y nos sumen en la zozobra. La tortura. También eso produce Kosovos, y lo más lamentable es que sólo nos preocupa cuando se convierte en aliado del pasado, en su signo actualizador, la baza de ETA.
Si las graves lesiones causadas a Igor Portu han sido fruto de la tortura, tendrá que actuar la justicia y hacerlo de forma ejemplar. Y tendremos que enfrentarnos a esa lacra desde una perspectiva menos restrictiva de lo que solemos hacerlo. La tendremos que combatir como una indecencia del presente, no como un reducto del pasado político; como una práctica aberrante que lo mismo se le puede aplicar a Igor que a Antonio, a un terrorista que a un chorizo. Y habrá que demandar las medidas necesarias para erradicarla por completo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.